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Capítulo 1 – El Día de Mi Transformación

Punto de vista: Rocío

Hoy cumplo 18 años. Al fin conoceré a mi mate, mi predestinado. Esa persona que me amará tal como soy y me protegerá. No puedo describir lo feliz —y ansiosa— que me siento.

Mis padres me apuran desde la cocina:

—¡Rocío, baja ya! —grita mi madre.

Ambos son Omegas, como yo. Ella trabaja como jefa de cocina en la casa de la manada, donde viven el Alfa, su familia, su séquito y sus mates.

El resto de nosotros vivimos en pequeñas casas, como si fueran poblaciones. Cada una es independiente y tiene un patio amplio, para que podamos transformarnos sin destrozarlas.

Sí, leyeron bien: transformarnos. Somos una manada de hombres lobo, como en esos libros de ciencia ficción… solo que esto es real.

Nuestra manada, Nova Luna, es pequeña en comparación con otras, pero autosuficiente. Tenemos supermercado, colegio, instituto, y la mayoría trabajamos en la exportación de alimentos agrícolas. Ese rubro genera empleo tanto para humanos como para cambiaformas.

El instituto está en la ciudad más grande y cercana, un territorio neutral. Por eso, las peleas entre integrantes de distintas manadas están estrictamente prohibidas: podrían provocar una guerra. A los adolescentes se nos prohíbe usar la fuerza de lobo o transformarnos.

Allí asisten humanos, cambiaformas (como nosotros) y, ocasionalmente, alguna que otra bruja. Se puede ingresar desde los 14 años y se estudia durante cuatro años. La mayoría sale con conocimientos para iniciar un negocio, aprender un oficio o postular a la universidad.

También existen becas internas, destinadas a miembros de la manada. Cubren todos los gastos y, al terminar los estudios, quien la recibe vuelve para aportar con su profesión al desarrollo colectivo. Existen además becas externas, abiertas a quien califique, y que permiten estudiar en cualquier universidad.

Este es mi último año en el instituto. Aunque estamos de vacaciones, me inscribí en clases de verano y ayudantías para mejorar mi currículum.

Dicen que la primera transformación duele mucho. Estoy nerviosa. Mis padres estarán conmigo para cuidarme de cualquier peligro: humanos curiosos, lobos salvajes... o algo peor.

Aunque ya no estamos en guerra, existen los lobos salvajes: cambiaformas que han perdido a su mate y no han sabido manejar el dolor. Abandonan la manada y se pierden en su forma animal hasta olvidar su humanidad. Se vuelven salvajes de verdad.

También están los desterrados, hombres lobo que han cometido delitos tan atroces que su Alfa decide expulsarlos. Ya no pertenecen a ninguna manada, no pueden entrar a otra ni protegerse. Huyen, llenos de odio, y el tiempo los vuelve aún más peligrosos.

Mi hermano Lucas no podrá acompañarme hoy. Está estudiando en Australia, en una universidad exclusiva para hombres lobo. Él será el próximo Gamma, y eso me llena de orgullo. Por lo general, a los Omegas no se les asignan cargos importantes, pero dicen que Lucas es incluso mejor que el Beta, Jason. Sin embargo, como Jason es amigo de la infancia del Alfa, muchos creen que ese puesto ya estaba reservado para él.

A Lucas le quedan dos años para graduarse. No puede viajar porque no tenemos mucho dinero, pero mis padres están ahorrando. Cuando se titule, iremos los tres a Australia para celebrar, y luego volveremos como familia.

No tuve fiesta de cumpleaños por esta razón, pero no me importa. Ese viaje será el mejor regalo. Solo espero que a mi mate no le moleste acompañarnos, o al menos, que me permita visitar a mi hermano cuando quiera.

Estoy ahorrando para ese viaje. Trabajo los fines de semana en un supermercado junto a mi amiga Sofía, nieta de los dueños. Mi padre es mecánico y agricultor. Llevamos una vida tranquila.

Mientras desayuno, mi padre comenta que llevará a mamá al trabajo, luego a mí al instituto, y después irá a la casa de la manada porque lo llamaron. Mamá lo mira divertida y le dice:

—Señor Tomás Sanz, le informo que su hija y yo saldremos de compras. Así que lo llamaré más tarde para que nos recoja en la ciudad. Coma en la casa de la manada, ¿bueno?

Me río. Mi padre finge estar sorprendido:

—¿Ah, sí? ¿Y usted, señora Jocelyn Sanz, cuándo pensaba comentarlo?

Cierro los ojos, me tapo los oídos y grito:

—¡Aggg! ¡Papáaaa! ¡Apurémonos antes de que la abraces, la beses y… puaj!

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