- ¿En su caballo? - No lo tenía claro.
- En mi yegua -me corrigió, ofreciéndome la mano.
Miré al animal y lo toqué por detrás de donde estaba la celda, sintiendo el suave pelaje.
- ¿Qué te parece, Tormenta? ¿Te sobrecargo? - Le toqué el cuello.
- No habla.
- Pero es un ser vivo.
- Un animal.
- Aún así... Seríamos dos personas encima de ella.
- Ella podría llevar un carro si estuviéramos en la antigüedad.
- Pero no lo estamos. Estos son tiempos modernos.
- La fuerza de los animales no ha cambiado.
- ¿Qué opinas, Tormenta? - Insistí.
- ¡No habla, carajo! O subes o caminas.
Miré hacia delante y vi el perfecto camino de baldosas, que casi no tenía fin. Tal vez no lo soportaría y moriría antes de llegar al castillo, de insolación o incluso de deshidratación.
- Ya que insistes, iré contigo.
- No insisto.
- Claro que insiste. - objeté, cogiéndole la mano, que ya no estaba extendida hacia mí.
La cuestión es que teníamos las manos juntas, pero no tenía ni idea de que cogerle la mano me ayudarí