Pasaron quince días horribles, de los peores que Lula recordaba haber vivido, en los que todo lo que una vez amó parecía haberse desvanecido. Su padre había sufrido un infarto en medio de aquella tensa convivencia, pero ni siquiera su enfermedad parecía detener aquella boda que él y Roberto tanto ansiaban. Con fastidio, Lula se quitó el velo de tul que le picaba en la cara; el material era áspero y molesto, un símbolo perfecto de la incomodidad en la que se sentía atrapada. A su alrededor, un grupo de mujeres se apresuraba a hacer los ajustes finales en su vestido de novia. La tela blanca era lujosa y pesada, con una caída perfecta, como si cada puntada estuviera diseñada para sujetarla más firmemente a esa vida que ella detestaba. Clara, una de las hermanas de Roberto, la miraba con emoción, repitiéndole cuán afortunada era y lo hermosa que se veía. —De verdad, Lula —dijo Clara, con un brillo de genuina emoción en sus ojos—. Tienes mucha suerte. ¡Estás preciosa! Lula le devolvió una