Mientras salían de Querétaro para ser rodeados por largos campos de hierba amarilla a ambos lados de la carretera, el único sonido que acompañaba a la familia fue el llanto callado de Astrid y luego de un rato, el insistente sonido de un teléfono sonando en el bolso de ella.
—¡Ni se te ocurra contestarle! —gritó Jaime todavía furioso—. ¡Y ya párale a tus lloriqueos!
—¿Cómo no quieres que esté así? —respondió Astrid conteniendo el llanto—. Te pasaste.
—¡Ah! —exclamó ofendido Jaime—. ¿Y él no? Burlándose de mí en mi propia cara y enfrente de mi mujer.
—Ya sabes cómo es —exclamó Astrid.
—¡Ah! —volvió a exclamar ofendido Jaime—. ¿Entonces yo sí me tengo que aguantar sus payasadas?