*—Uriel:
Se sentía tan emocionado que apenas podía contenerlo. Iba conduciendo con las manos firmes en el volante, pero sus dedos temblaban de pura alegría.
De reojo miró a Danny, sentado en el asiento de copiloto. Su amado llevaba la cabeza apoyada contra la ventanilla, la mirada fija en el paisaje oscuro, y estaba en absoluto silencio. Uriel lo entendía demasiado bien: Danny estaba abrumado. No solo por las palabras que se dijeron, sino por el enorme peso que se le había quitado de encima.
Cuando Danny le había dicho que el próximo sábado iban a cenar en casa de sus padres, Uriel sintió un vacío en el estómago. Le había contestado con franqueza que no se sentía cómodo, que no confiaba en su madre todavía después de cómo lo había tratado, pero Danny le aseguró con esa voz suya temblorosa de convicción que era por una buena causa. Que valía la pena intentarlo.
Uriel lo aceptó por él. Solo por él.
Pero al llegar a la casa se sintió como si estuviera caminando sobre brasas. Su cabeza co