Subo las escaleras con pasos pesados, como si el peso de lo que siento me jalara hacia el suelo. No prendo las luces del pasillo. No quiero que nadie sepa que aún estoy despierto. Que aún estoy ardiendo.
Abro la puerta de mi habitación y la cierro con un golpe seco, contenido. No violento, pero definitivo. Como si necesitara aislarme del mundo para poder respirar. Me quito el saco de un tirón, lo lanzo sobre el sillón de cuero, y camino en círculos, con el celular temblando en mi mano. El nudo en mi garganta me quema, me destroza. Me paso una mano por el cabello, tirando de él con fuerza, desesperado. No para acomodarlo, sino para calmar esta locura que me consume.
No puedo más. Marco su número.
Espero impaciente mientras escucho el tono de llamada. Cada segundo es una condena. Siento los latidos en las sienes, en el pecho, en los dedos.
Y entonces, finalmente, contesta.
—¿Estás loco? —espeta en voz baja, casi susurrando, como si temiera que alguien la escuchara—. No deberías lla