El despacho está en un silencio, el único sonido es el de nuestras respiraciones erráticas y todo parece más grande de lo que es. Con mi cuerpo, aún tembloroso, me obliga a bajar de su regazo con una torpeza que ni yo misma reconozco. Mis piernas se sienten como si fueran de gelatina, como si mi equilibrio hubiera decidido irse a hacerle compañía a mi dignidad, que ya de por sí está en un rincón de la habitación llorando. No sé cómo hacer para no caerme, así que me sostengo de la silla, como si fuera un venado recién nacido. Y es que, francamente, parece que mis piernas no quieren responder, no después de como este hombre me tomó hace un instante.
Con movimientos torpes, me tomo la camiseta que está tirado cerca de la silla. La tela fría me recuerda lo ajena que me siento de todo esto. Con una rapidez que no me siento del todo cómoda, me lo pongo, tratando de evitar cualquier tipo de contacto visual con Edward. Por alguna razón, me siento como si estuviera en una escena de una pelícu