Me recosté en un sofá crema que estaba cerca del sofisticado aparato de sonido; me relajé y hundí en la música olvidándome de apreciar todo lo que estaba a mi alrededor, sus notas tenían una especie de efecto anestésico, propagando su sonido por todas mis neuronas. Una vez más me sentí extraña, sentí que conocía esa canción; no sabía de dónde, pero estaba segura de ese hecho. Andrea entró con las dos tazas de chocolate, las colocó en la mesita y sin perder tiempo inició una conversación:
—¿Te gusta la música clásica y los valses?— afirmé con la cabeza.
—Es extraño, no a todos los jóvenes les gusta esta clase de música.
No contesté a su comentario, a decir verdad, su voz la percibía distante, casi en susurro. Lo único que escuchaba a la perfección era el vals, y como repentinamente su volumen se acrecentaba.
La cabeza empezó a dolerme; me levanté del sillón experimentando mareos, mi equilibrio falló y caí de rodillas al piso. Mi tía al darse cuenta de mi estado fue corriendo hacia m