Cuando Milena terminó de leer, ya tenía el rostro bañado en lágrimas.
Pero su tristeza no podía contagiar al hombre que había perdido la memoria.
Él no podía ver, no recordaba nada, vivía en su propio mundo, un mundo que ni siquiera tenía día y noche, solo un hombre llamado Manolo que lo acompañaba.
Por la noche, las mareas de Las Camelias rugían con fuerza, golpeando la orilla.
Damián, fuera de lo normal, no podía dormir.
Se levantó a tientas en la oscuridad y gritó:
—Manolo.
Manolo se incorporó inmediatamente:
—¿Te arde el pecho? ¿Quieres agua?
Damián negó con la cabeza y habló en voz baja:
—¿Esta noche hay marea alta? El agua del río no para de moverse, es muy incómodo. Manolo, ¿me ayudas a ir a ver?
No podía ver, pero quería dar una vuelta.
De lo contrario, no tendría paz.
Manolo trató de complacerlo, así que le arregló la ropa y le puso un abrigo negro encima.
Salieron en la madrugada, Manolo con una linterna en una mano y sosteniendo a Damián con la otra, caminaron con pasos inci