Parece que Andrés le dio instrucciones claras a Adriana, porque, desde que ella se mudó a la casa, no volvió a provocarme. Me ignoraba por completo, como si yo no existiera.
Pero yo no dejaba de pensar, cada día, cada noche… en cómo contactar con el exterior.
Y entonces se me ocurrió: Adriana.
Intenté acercarme a ella, pedirle un favor. Solo uno pequeño. Pero ella se negó sin pensarlo.
—Elena, lo siento, pero tengo que hacerle caso a Andresito. No entenderías lo que hay entre nosotros… Yo haría cualquier cosa por él, lo que sea que él me pida. —Su voz era suave pero firme. No me hablaba con ironía, no lo hacía para herirme.
Y lo supe en ese instante: ella decía la verdad.
Adriana realmente creía en lo que decía. En ellos.
Andrés y Adriana…
Entre ellos había algo más fuerte que cualquier lógica, más firme que cualquier lealtad común. Un lazo silencioso, enfermizo e irrompible. Una especie de pacto sagrado donde yo nunca había estado invitada.
Él era capaz de sacrificar a su esposa… y al hijo con ella… solo para proteger ese secreto que compartía con Adriana.
Todas las noches, Andrés llegaba a casa y entraba primero en el cuarto de Adriana. Le preparaba leche, se la daba con sus propias manos y se quedaba con ella hasta que se quedaba dormida.
Cuando por fin venía a verme, ya era de madrugada. Yo no le hablaba, sino que me quedaba acostada, mirando el techo, como si él no existiera.
Ese cuarto, si es que se le podía llamar así, apenas tenía una cama. No había muebles, ni ventanas. Ni siquiera era una habitación real. Era más bien como un viejo trastero adaptado a la fuerza.
Ni la habitación de servicio estaba tan mal.
Pero todas las habitaciones de la casa ya tenían dueña: Adriana.
Una para el bebé. Otra para el piano. Varias más para guardar sus cosas.
Hasta Andrés… dormía con ella.
Así que él, parado frente a mí en ese cuartito oscuro, parecía completamente fuera de lugar.
Al principio, ninguno de los dos dijimos nada . El silencio nos envolvía como una nube tóxica. Me sentía asfixiada.
Finalmente, me harté y pregunté:
—¿Qué haces aquí?
Andrés suspiró, como si la víctima fuera él, y se sentó en el borde de la cama.
—Elena, ¿por qué no puedes entenderme un poco?
—¿Entender qué? ¿Que tienes a otra mujer durmiendo contigo mientras yo me pudro aquí? ¿Eso es lo que tengo que entender?
—Yo solo quiero que confíes en mí. Voy a encargarme de ti y del bebé. Todo va a estar bien.
Solté una carcajada amarga y recorrí el cuarto con la mirada.
—¿Esto es lo que tú llamas encargarte de nosotros?
Frunció el ceño.
—Si no te hubieras casado conmigo, jamás habrías puesto un pie en una casa así de lujosa. Adriana no es como tú. Ella viene de buena familia, es educada, tranquila… No sería justo que viviera en un lugar como este. —Guardó silencio unos segundos, antes de hablar con la voz más baja—: No pongas en duda lo que siento por ti. Yo te amo. Solo quiero que cuides de nuestro hijo. No vuelvas a hablar de abortar, ¿sí?
Y fue entonces cuando lo entendí todo: para él yo era solo una pieza más en su tablero. Una que podía mover y encerrar cuando le resultaba incómoda.
El amor en su boca sonaba a palabras vacías.
No le creí. Ni una sola sílaba. Pero, si quería salir de allí, tenía que fingir…
Tenía que jugar a su juego.
—Lo que dije fue por rabia —le respondí sin mirar—. Voy a tener al bebé. Solo… devuélveme el celular. Y la computadora. Sabes que no tengo con quién hablar, solo necesito distraerme un poco.
Por primera vez en toda la noche, Andrés sonrió.
—Perfecto. Te hará bien entretenerte un rato.
No sabía si reír o llorar.
Porque, en realidad… solo era el primer paso para escapar de mi jaula.