La ansiedad que carcome mi pecho es impresionante, los latidos desbocados de mi corazón no me permiten pensar con tranquilidad, mis pensamientos alocados me inundan en una fosa de dolor y desesperación. Trueno mis dedos, sacudo mis manos, tiro de mi cabello, sollozo y doy vueltas en la cama pero nada logra calmarme.
Los ataques de ansiedad se han vuelto más frecuentes, no importa que tanta medicación esté tomando, siempre regresan de alguna y otra forma.
Me siento mareada, con náuseas y un dolor que oprime mi pecho y destroza en cada segundo, mi cuerpo tiembla y suda. Pide auxilio.
Corro desesperada a tomar mi celular para llamar a mamá, no puedo gritarle desde aquí, mis cuerdas vocales parecen haberse sellado casi por completo y no sale muy bien mi voz, por teléfono me escuchará y ella sabe que hacer en una situación como ésta.
Un pitido, dos pitidos, tres, cuatro... se me hace casi una eternidad hasta que...
–¿Aló?
Una voz varonil atiende la llamada y me desespero aún más, esa