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Nefertari se quedó con las mujeres. La curiosidad se había convertido en un silencio pesado. Nadie le hablaba. Ella, la Princesa de Menfis, la hija del visir, estaba sola. En ese momento se dio cuenta de la dura realidad de su nueva vida. Pero su corazón no se rindió. No podía. Ahmose la había salvado. Y ella no iba a ser una carga.
—Hola —dijo Nefertari a una mujer que cocinaba pan en el fuego—. Mi nombre es Nefertari.
La mujer, de unos cuarenta años, con un rostro curtido por el sol, la miró.
—Soy Ahotep.
—¿Te puedo ayudar? —preguntó Nefertari.
Ahotep asintió sorprendida. Nefertari se sentó a su lado y empezó a ayudarla a hacer el pan. Sus manos que antes solo habían sostenido joyas ahora estaban llenas de harina. El pan se le pegaba en los dedos. Ahotep se rió. Nefertari también se rió. La tensión se rompió. Las mujeres la miraron. Vieron a una mujer libre. No a una princesa.
El día pasó. El pueblo se llenó de risas. Nefertari y Ahmose se sentaron a comer el pescado. La carne er