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Se detuvieron en la cima de una duna de arena. Ahmose levantó una mano y los hombres se detuvieron. Bajaron de sus monturas sin hacer ruido casi como fantasmas y con sus armas envainadas. Dejaron a los caballos a cargo de uno de los soldados más jóvenes que los condujo a un pequeño barranco para que no fueran vistos. Ahmose y Nebu se arrastraron hasta la cima de la duna y se asomaron con cautela.
Abajo, en un cañón estrecho y bien escondido, estaba el campamento. A simple vista era una vista idílica. Un puñado de tiendas de lona y una hoguera encendida en el centro y el olor a carne asada flotando en el aire. Pero lo que hizo que el estómago de Ahmose se revolviera fue ver los carros de carga. Catorce de ellos intactos y alineados como si nada hubiera pasado.
—Ahí están los muy cabrones —susurró Nebu—. ¡Han estado bebiendo y celebrando todo este tiempo!
—Y se han confiado —dijo Ahmose—. Son idiotas. Creen que el desierto es su amigo. Creen que están a salvo.
—Pero no lo están.
Los