Capítulo 04
Me tapé la boca para no sollozar y salí de la habitación sin hacer ruido. No sabía a dónde ir.

Cuenta regresiva: un día.

Quise caminar por la playa, respirar un poco, pero estaba tan lejos… y mi cuerpo ya no respondía. ¿Me estaba muriendo antes de tiempo? ¿Y ahora qué…?

Con la mente nublada, marqué un número de teléfono.

Cuando volví a abrir los ojos, vi un rostro familiar. Isabel Mendoza, mi mejor amiga, había venido desde la manada del sur, en Sudamérica. Nos conocimos en la universidad, y ella nunca había confiado en León, decía que él no merecía mi amor, ni mi vida.

Yo no solo nunca le creí, sino que también discutí con ella. Por eso no había asistido a mi ritual de marcado. Y aun así, la había llamado. No tenía a nadie más en quien confiar.

—¿¡Cómo pudiste llegar a este estado!? ¡Estás a punto de morir! ¿Dónde están ahora tu pareja y tu hijo? —gritaba entre lágrimas—. ¡Me dijiste que eras feliz, que tenían una familia perfecta!

Yo, con el respirador puesto, solo pude sonreírle. Su temperamento no había cambiado. Aunque sus palabras eran duras, estaba sufriendo por mí. A quien no la conociera, le parecería que estábamos peleando.

—¿Cómo te contaminaste con Luna Plateada Tóxica Crónica? ¿Por qué no me lo dijiste antes? —lloraba desconsolada.

Quise hablar, pero mi boca ya no respondía. El final estaba cerca. Apenas pude señalar mi bolso.

Ella buscó dentro y encontró los documentos. Cuando los leyó, rompió a llorar otra vez.

—¡Valeria, no te permito morir! ¡No te lo permito!

Se tiró sobre la cama, sollozando con desesperación.

Miré el reloj de la pared. Quedaban dos horas, antes de que desapareciera para siempre.

Mi celular vibró.

Isabel lo tomó y me mostró la pantalla.

«Valeria, después de tantos años compitiendo, al final perdiste.»

«Tus padres, tu pareja, incluso tu hijo… ahora todos son míos.»

«Tantos años y al fin aceptaste la realidad: para ellos, yo siempre seré mejor que tú.»

Isabel estalló de ira:

—¡Jamás vi alguien tan miserable!

Yo, en otro tiempo, habría contraatacado. Pero ya no tenía fuerzas. Solo sentía arrepentimiento.

Me arrepentía de haberle pedido a mis padres que adoptaran a esa niña abandonada en el orfanato licántropo.

En ese momento, tenía solo tres años, era callada, delgada, se escondía en las esquinas para no ser molestada. Me dio lástima, y, por eso, había convencido a mi padre para que la llevara a casa. Al principio, dormíamos juntas, comíamos juntas, íbamos a la misma escuela… Éramos inseparables.

Era inteligente, todos en la escuela la querían, la elogiaban… y yo me sentía orgullosa.

Pero un día, sin entender cómo, mis amigas dejaron de hablarme, los chicos del equipo de caza ya no me escogían, y, de un momento a otro, todos giraban alrededor de Jimena.

Mis padres empezaron a decir que no era tan dulce ni tan responsable como ella. Le dieron el dormitorio principal, mientras que a mí me mandaron al más pequeño. Pero yo… no vi el peligro.

Cuando al fin entendí que todo era parte del plan de Jimena, ya era tarde. Ya me había quitado todo.

—¿Por qué me haces esto? —le pregunté una vez.

—Valeria, que tú hayas hecho que me adoptaran no significa que te deba nada —respondió—. ¿Por qué tú tienes unos padres que te aman, una casa enorme, y yo nací siendo una huérfana rechazada? ¡Voy a quitarte todo! ¡Y vas a perder!

Quise echarla de casa… pero me sobreestimé. Nunca logré que mi familia viera su verdadera cara. Al contrario, solo la amaban más. Marco la adoraba y León le creía todo.

Perdí. Lo perdí absolutamente todo.

Podía sentir mi alma desprendiéndose de mi cuerpo. Quedaban cinco minutos.

—Valeria, ¡no te mueras! ¡Mira! —Isabel alzó el celular—. ¡Tu madre te escribió! ¡Debe haber sentido que algo andaba mal! ¡Todavía puedes aferrarte a la vida!

Pero yo ya sabía que…

no había vuelta atrás.

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