Tuve suerte de que William Flynn se hubiese acercado a su padre, que estaba en la cocina fisgoneando la nevera. Llegué a mi habitación y cerré con pestillo.
Sentándome al borde de la cama, me recosté poco a poco entre las sábanas. No pasó ni cinco minutos, cuando Barnaby fue a buscarme. Llamó a la puerta con sutileza, con leves golpecitos.
Abrumada, le abrí y horrorizada, le cerré la puerta en la cara a William Flynn.
¿Por qué no dejaba de acosarme?
—Abre la puerta. No pienso hacerte daño—prometió con voz jocosa, pero no le creí.
—Vete o gritaré.
Mi amenaza le causó gracia porque se echó a reír. Un escalofrío espantoso recorrió mi piel al escuchar su risa maquiavélica. ¿En dónde diablos estaba Barnaby Flynn?
Y recordé cuando le ordené que no me siguiera. Comenzaba a darme cuenta de mi estupidez.
—¿Cuánto te está pagando mi primo por salir con él, y fingir amor ante la sociedad, o peor aún, crear dos primogénitos imaginarios para robarme la fortuna de mi abuelo?
Su pregunta me tomó por