El sonido sordo de los puños contra la carne retumbó por toda la sala. Una omega no podría resistir el asalto de un hombre lobo.
Los lamentos de Serafina se fueron fragmentando poco a poco. Convulsionaba como un pez deshidratado luchando por agua, con el rostro cubierto de mocos y lágrimas.
—Lo siento, señor Marcos... solo soy una omega sin padres. Tenía tantas ganas de tener una familia que dije esas mentiras.
De repente, agarró el pantalón de mi padre y se golpeó la frente contra el suelo con tanta fuerza que se provocó moretones morados.
—Por favor, perdóname y nunca volveré a mentir. Te lo suplico, perdóname.
Mi padre la miró con los ojos inyectados en sangre y su respuesta fue una lluvia de puñetazos aún más violentos. Cuando finalmente se detuvo, Serafina yacía en el suelo como un perro muerto, apenas respirando.
—Papá —la voz de Esteban sonó como si flotara desde una cueva helada—. El día que me atacaron los lobos forasteros... ¿quién me salvó realmente? ¿Y quién hizo el antídot