Obedeció temblorosa, su miedo intentando ocultar sus verdaderas intenciones. Metió una mano bajo su manto y sacó la luna de adularia.
—¿Tal vez te refieres a esto? —tentó, sosteniendo la delicada cadenilla de platino.
—Eso es oro blanco —repliqué—. ¿O crees que nuestras sanadoras nos darían collares de plata?
Soltó la gargantilla volviendo a menear la cabeza y tratando de parecer perpleja.
—Estate quieta.
Tuve que controlar mi rechazo para hacerla alzar la cabeza. Cuando la solté, permaneció completamente inmóvil. Su corazón latía desbocado y el miedo parecía envolverla como su manto.
—El olor de tu miedo no ocultará la plata —le advertí, y me obligué a acercarme a ella y susurrar en su oído, para no hablar de forma que me reconociera—. La encontraré.