La niña de nueve años se encontraba en un lugar cerrado, una pequeña habitación de unos cuantos metros cuadrados.
El aire era pesado, cargado de un olor a moho y encierro que le picaba la nariz.
Su ropa, sucia y con rasguños, se pegaba a su piel por el sudor frío del miedo.
Un hambre atroz la corroía por completo, un vacío en el estómago que le hacía doler hasta el alma.
Con los ojos cerrados, lloraba en silencio por su madre, balanceándose de un lado a otro mientras tarareaba la canción que ella solía cantarle, una melodía tan dulce y familiar que por un momento le hizo olvidar el lugar en el que se encontraba.
De la nada, la puerta chirrió al abrirse. Un haz de luz irrumpió en la oscuridad, revelando la silueta de un hombre alto. El corazón de la niña se aceleró.
—¡Déjame ir con mi mamá! —le rogó Destiny, entre sollozos, con una voz tan pequeña que apenas era un murmullo.
El hombre se acercó, su voz profunda resonó en la habitación, pero su rostro permaneció en la oscuridad.
—Lo har