ENCUENTROS FURTIVOS
ENCUENTROS FURTIVOS
Por: Ranacien
PREFACIO Y Capítulo 1 (primera parte)

NANCY

Me encanta observar, soy una observadora nata. Algunas personas le llaman a esto “ser voyerista”, pero no quiero meterme con términos que no conozco bien.

Mi gusto por la observación comenzó desde el momento en el que fui consciente de que mi familia era dueña de lugares dedicados a la atención al público. Supe desde niña que teníamos propiedades, sobre todo restaurantes, por varias partes de la ciudad. Precisamente el lugar donde me encuentro en este momento es de ellos, de mis abuelos, quienes fueron dueños del restaurante La Napolitana y por sucesión, les tocó a mis padres llevar las riendas. Por consiguiente, de la misma forma me tocó a mí esta especie de suerte.

Después de cumplir mis treinta años, me convertí en una de las propietarias y también administradora del restaurant, una de esas personas que siempre está allí para que todo funcione bien, intentando conseguir la perfección en su funcionamiento. Pero aprendí desde pequeña que no todo es perfecto.

Es desde aquí, desde una de mis mesas favoritas del sitio en cuestión, donde me fascina observar. Siempre trato de, disimuladamente, mirar a los comensales. Me encanta ver cómo esa cantidad de personas que no se ven completamente a la luz del día, suelen encontrarse justo aquí. La ciudad de Maracaibo alberga en su cotidianidad, personalidades variopintas, gustosamente anhelantes, odiadas o imperfectas, que hacen vida en una calurosa ciudad al occidente del país. Y acompañándolas, sobre todo a ese marcado dialecto único de esta tierra, otras nacionalidades, costumbres y acentos, en mi restaurante, uniéndose y mezclándose, mencionando también a profesiones diversas, distintos motivos de encuentro, todo en un mismo lugar.

Por supuesto, siempre hay un límite, ya que se supone que durante el día, La Napolitana es un sitio familiar. Sin embargo y como es lo normal, en la noche suelen cambiar las cosas. Son muy pocas las familias que vienen a comer aquí en horas nocturnas. Yo los dejo entrar, pues, el resto de la gente nunca suele dejarse ver, sus razones de estar o ser quienes son, son datos que por seguridad mantienen ocultos. Uno puede ver en una mesa a dos hombres y cuatro mujeres, reunidos allí como si fueran todos amigos, pero si escudriñamos entre ellos, lo que hacen allí quizás resulte tener una razón un tanto… ilícita. Mientras, en la mesa de al lado, podremos encontrar una familia con dos niños de doce o trece años, y unos padres felices de compartir esa salida, ajenos a lo que sucede a su alrededor. Cada quien vive su momento, cada mesa es una vida.

Desde hace un buen tiempo para acá, he tenido la oportunidad de tener entre esas personas, como cliente habitual, a Carlos Malaver, un marabino muy interesante, de buen físico, con esa mirada de loco y ese misterio a rabiar, siendo uno de los contadores más aguerridos y solicitados de toda la ciudad.

Observo a Malaver desde que entró por primera vez a mi local, y desde que supe que hacía negocio en mis mesas. Y lo seguí observando luego de rechazar una de mis propuestas de inversión. Más adelante, seguí, con disimulo, mirándole y detallando sus formas de actuar, de acabar con oponentes o cerrar tratos con clientes. Lo mandé a investigar y aunque no me interesara de ese modo, supe que no tenía mujer y que jamás se había casado. Pero no imaginaba jamás ser testigo de él siendo observador. Y sí, vi perfecto el momento en el que él puso sus ojos encima de una mujer que un día de lluvia quedó sola en una de mis mesas. Y para mi placer, vi cómo desde entonces, ambos, comenzaron a seguir un patrón de conducta, encontrándose un día a la semana, bebiendo y comiendo poco, apurados por salir de aquí.

Debo decir que ella es absolutamente hermosa, entiendo perfecto el porqué él se acercó a ella aquella vez, y los empecé a observar con mayor diversión. Describiéndola un poco, el rostro de ella tiene una especie de tristeza muy particular, sin embargo, cuando ella mira al contador, la expresión le cambia por completo, su cara es otra. Y también cambia para él cuando la observa, esa dura mirada que él posee se transforma por completo al tenerla en su radar. Es como si una huelga interna se volviera tregua cuando está con ella.

Rayos…, quisiera saber más, quiero saber de qué hablan, si hablan; qué piensan uno del otro, si lo hacen. No sé cuántas noches de viernes llevan encontrándose, tal vez cuatro o cinco cenas. Desde la primera sigo aquí, en esta mesa, desde donde ahora la observo, esperándolo, sin ella saber que ya él ya ha llegado, y que la está mirando. Para esta noche, la mujer lleva puesto un vestido blanco impoluto y seductor. Lo volverá loco, él sé lo hará pedazos.

Pero antes de dejar que se acerquen, aprovecharé esa mirada odiosa y emocionada que él tiene para acercarme a ella y conocerla un poco. No me importa lo que él haga, no me importa si le gusta. Confesando que disfrutaré que él mire, podré al menos saber cómo es la mujer que logró conquistar a un hombre como Carlos Malaver.

CAPÍTULO I: LA PRIMERA CENA

Quiero volver a empezar

OLIVIA

Cuatro cenas antes…

Nunca antes había pensado en lo que una sola mirada y todo lo que ella arrastra en la distancia, haría verme a mí misma como en un espejo único. Afirmo que la vida que solemos llevar bajo un vestido y algún tacón alto, no es más que sensaciones en ida y vuelta sobre calles observadoras de movimientos latentes, sencillos… Mejor dejo los putos rodeos.

Me sentía como una mujer simple, muy simple, antes de que esos redondos ojos negros se dirigieran a mí en aquel restaurante, el cual guardaba un pequeño grupo de personas esperando que la noche acabara bien. Tratando de convencerme de que mi cita no llegaría, de que una vez más sería la mujer embarcada de Maracaibo, de esa forma tan sencilla que yo misma me catalogaba, él miró mi mesa, vio lo que había allí y decidió cambiarme, así, de una forma deliciosa y definitivamente simple. Y con tantos alardes de durezas que siempre vanaglorié ante los desconocidos, puedo decir que desde el momento en el que aquel sujeto se acercó hasta mí, fue cuando me salté la regla esencial y personal que designaba el tiempo justo para abrir cualquier puerta, para dejar entrar a quien sea en mi mundo… Vamos, en este caso, sería apartar la silla a la razón por la que ahora soy tan distinta desde una primera cena.

Lo vi, y no lo tuve que pensar dos veces.

CARLOS

Condenado al infierno, de esa forma quedaría si no me acercaba a ella.

Bajo ese ajustado vestido verde de exquisito algodón y sus zapatos de tacón alto, parecía entera y con justicia divina. Pero todo ese semblante tan cliché en una mujer sola en la esquina de aquella mesa, se desbarató al ser consciente de una ligera línea de agua traspasar su mejilla derecha, justo cuando me acerqué. El efecto que eso causó en mí...

Luego, sus movimientos rápidos para secarla intentando que no me diera cuenta se clavaron en mis retinas por completo y puedo dejar de lado el acercamiento del mesonero para consolarla.

Cielos… La verdad de mi interés hacia ella se resume en la insana y mal hablada curiosidad de saber las cosas. Solo eso, saber. Cuando pongo los ojos encima de algo que me genere así sea un pequeño grado de interés, crece una enorme curiosidad en mí hacia eso. Entonces, al verla sola en aquella mesa quise saber por qué la mujer que intentaba darle un trago más a su copa de vino tinto le daba rienda suelta a sus lágrimas, así, en público, aunque este “público” fuese distinto a los demás.

Si en alguna oportunidad nos poníamos a pensar en la sencilla pregunta ¿puedo sentarme?, perderíamos un muy valioso tiempo. La lluvia cesaba y ella había sido embarcada por alguien sin nombre. Pronto se iría, estaba seguro. ¿Y quién era yo para detenerla? Ahora es inevitable no recordar su mirada dudosa y al mismo tiempo pidiendo auxilio, pidiéndome auxilio; la sonrisa a punto de ser reprimida y la visión eterna del rastro de una gran gota salada secándose. Resultó entonces que, entre todas esas importantes cosas de nuestra “primera cena”, la que más destacaba era esa pregunta demoníaca: ¿qué decirle a una dama en sus circunstancias?

Catalogar el saludo inicial entre un hombre y una mujer se da efectivo entre la impresión física y el descubrimiento emocional posterior. Allí, esa noche frente a ella, casi estático, pero seguro; impresionado y nervioso; altivo y directo, lo que realmente importó en mi psiquis fue lograr acceder a su persona. ¡Dios santo, parecía divinamente agotador! Levantarme y dirigirme hacia ella fue obviamente más fácil, que manejar el darme cuenta que en segundos podía cambiarle la vida por completo a una mujer, ¡que tenía ese poder!

Pero hubo relevancia en algo más, porque pude darme cuenta también de que era meramente capaz de sentir sentimientos profundos, profundos hacia ella; que solo debía cruzar algunas pocas palabras para entender las cosas de esa manera.

Solo la miré y supe de verdad que podía llegar a quererla.

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