Capítulo 1 (tercera parte) y Capítulo 2 (1era parte)

OLIVIA

¿Qué dato interesante hay entre las historias que los empleados de un restaurante pueden contar a diario? Sobre todo los fines de semana, cuando mayor es la población de locura bajo estas mesas. Existe tanta gente con problemas y soluciones, que me catalogo entre la mujer más común de todas las estadísticas.

Empecé a salir con Alonso hace siete años, lo conocí en la universidad. Tuvimos nuestro tiempo de pasión desenfrenada, luego las peleas, después las sospechas de posibles engaños y las embarcadas continuas, esas que me confirmaban un desinterés inminente hacia la relación y mi persona. Eso es todo lo que una “mujer común" puede narrar mientras se tiene una vida que va desde ir al trabajo y llegar a casa temprano, para cocinar el almuerzo destinado a ser engullido en la siguiente jornada laboral. Salir a cenar a La Napolitana, uno de los lugares más reconocidos en la capital del gran estado Zulia, suele ser una diferencia notoria en los planes de una persona como yo. Entonces, ¿cómo no evitar que un desconocido me hiciera acabar en frente de un número penoso de mesoneros? Aquello era tan novedoso para mis días que no pude evitarlo y le eché la culpa al idiota de Alonso por haberme dejado varada una vez más. Carlos fue por mí en dos segundos y en tres más, ahogué la vergüenza en unas sonrisas compartidas. Si tenía sed, acercaba la copa a mis labios. Si pasaba mis manos por mi frente, apretaba mi cintura rodeándome al completo para darme seguridad. Susurraba cualquier cosa para hacerme sentir valerosa, entendiendo que mi respuesta a sus caricias no eran algo que yo haría todos los días. Dios, estábamos tan cerquita, él quería ser un capullo pero ambos formamos una pequeña burbuja de protección mutua. Carlos y yo esa primera cena parecíamos estar encerrados en un armario muy pequeño, y escondidos de nuestros padres como adolescentes.

Me exalté cuando sentí un frío punzante en el lateral de mi cuello.

—Olivia, me llamo Olivia —exhalé rápido mi nombre bajo la tortura de sus preguntas heladas, enmarcadas con el pasar de un pequeño cuadro de hielo por donde tuviese descubierta mi piel—. Yo no... no suelo hacer estas cosas.

—Diablos, eres hermosa. —Siguió acariciándome con el hielo y yo siseando apenas—. Mira cómo se evapora el frío por tu piel… Estás tan caliente y excitada… —vociferó impresionado.

Mordí mis labios.

—Carlos, todo el mundo se está dando cuenta.

—Ya no queda casi nadie aquí. Mira, no voy a invitarte a mi casa, tampoco te persuadiré de irnos a la tuya. En cualquier momento la noche se acabará, nos sacarán de aquí y quizás no coincidamos en otro lugar. Pero necesito saber una cosa.

Al escucharle, un profundo bajón de desilusión se apoderó de mí. ¿Le perdería la pista tan rápido? No sabía cómo había llegado a esa situación y ahora no quería saber qué pasaría si no continuaba.

—Deja el hielo. ¡Deja el hielo, por favor! —supliqué en un fuerte susurro. Estaba tan caliente, que juro haber sentido una especie de parálisis a un costado de mi cuerpo. ¿O se trataba de otra cosa? Y su risa tan osada, ¡era casi insoportable el que no quisiera continuar con la noche!

—Dime una cosa, Olivia… ¿Por qué una mujer tiene que esconder sus lágrimas? Todavía me parece una estupidez que ustedes acepten una vida así.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos, es normal que tu pareja hizo bien su trabajo. Te dejó sola aquí, te hizo llorar. ¿Qué fue lo que pasó esta vez? ¿Tuvo atasco en la oficina, o inventó alguna excusa barata?

Estaba a punto de lloriquear como una nena de quince. Maldito.

—Aleja el hielo y seguiré respondiendo lo que quieras.

Como si fuese una orden directa, por fin obedeció y me apartó de la tortura. Sus preguntas parecían más una confirmación a sus certezas, que otra cosa. Parecía saber todo de mí, esa era la impresión que me daba.

Bueno, mejor dicho, conocía todo sobre las mujeres, y al parecer sobre las mujeres en ese lugar.

Pensé también que desde hace varios años me había vislumbrado predecible, fácil era adivinar lo que sea sobre mí; hasta mi pena ante los mesoneros que ya se iban moviendo al son de sacarnos. Debía responderle antes de irme.

—No es fácil hablar así, Carlos. ¿Qué tanto importa si lloré, lo haré a escondidas o delante de toda Maracaibo? Sí, me han dejado embarcada otra vez y me dejé llevar por ti. —Al decir esto, posicionó su mano en mi muslo, como un ancla, y tuve que tragar. De nuevo mi mano en su muñeca—. No voy a decirte algo que ya sabes, ¿entiendes?

Comenzó a acariciarme, a suspirar y exhalar, como evitando profundizar de nuevo entre mis piernas.

—¿Puedo confesar que me pones nervioso?

Mi rostro cambió de la excitación a la extrañeza. «¿Nervioso?» Logré apartarme un poco colocando las palmas de mis manos en su pecho para crear distancia y mirar bien su cara. Entonces lo detallé: ojos café, rostro no tan joven pero demasiado sexy para el gusto de cualquiera. Sonrisa desafiante, cejas gruesas… Ya sabía que era alto y ahora que lo veía mejor, estaba en buena forma física. ¿A qué se dedicaba y qué hacía allí es noche? También pude notar que se arrepentía de su pregunta. Ahora que decido contar hoy la historia, recuerdo el momento y suelo reírme por su expresión tan congelada, mirándome, y del tiempo que duramos clavándonos en la memoria del otro. Al pasar los minutos, un mesonero se acercó para cobrarnos la cuenta, nos estaba echando. De inmediato Carlos pagó mi consumo sin dejarme refutar, acomodó mi vestido, me repasó con la mirada una vez más y tomándome de las manos, me ayudó a levantarme para salir de allí. Pregunten qué color de cabello tenía el mesonero, o si nos había sonreído tan siquiera. No tengo recuerdos de ello por andar escondiéndome de la gente que nos miraba, mientras detallaba el impuro suelo de La Napolitana para no caerme del cansancio hormonal en el que había quedado.

¡Un desconocido! Un extraño vino a mí esa noche y se enterró en mi vida. Y al salir, al ser tocados por el fresco y el vapor de los carros encendidos, al mezclarnos de súbito con los olores de la noche, se hizo imposible separarnos. Se hizo inevitable hasta el día de hoy.

CAPÍTULO II: LA SEGUNDA CENA

Perfecto, todo perfecto

CARLOS

Estaba un cincuenta por ciento seguro que no me había visto. Me senté a propósito en la mesa más alejada del restaurante y le pedí al mesonero (quien increíblemente me reconoció) que no le dijera que yo había llegado. También le envié con él una botella de cerveza y que le dijera que iba por cuenta de la casa.

Con satisfacción vi como se la bebía. Quería probar sus gustos, descubrirlos, porque no los conocía. Solamente sabía del vino y de la energía que provocaba en ella tras varias copas. Entonces decidí enviarle un poco de ese amado líquido, para nada reluciente y para nada adjunto a su finura y delicadeza. Por supuesto, necesitaba saber si le gustaba ese tipo de bebidas y si su efervescencia le sentaba bien.

No la rechazó, muy bien que la disfrutaba. Punto para ambos. Me gustó saber que ella había reservado la misma mesa en donde la conocí. No lo pude creer a la primera. La Napolitana era un lugar exclusivo, pero no tanto para agendar reservaciones solo para parejas; a menos que se tratase de una ocasión especial… Su logro fue algo nuevo para mí.

Seguí observándola por unos minutos más, a pesar de encontrarme bastante alejado. Ella en la delantera y yo detrás, al final, de último… Algo escondido, debo confesar.

—¡Coño Carlos! —saltó la voz de un hombre todo alegría y cerré los ojos por un instante. Miré hacia aquella mesa y me extrañé que no hubiese escuchado ese saludo tan enérgico.

—Meléndez —dije, poniéndome de pie y estrechando la mano de aquel, quien agregó unas palmadas en mi brazo opuesto mientras subía y bajaba, con ahínco, el apretón.

—¿Cómo está la familia? En estos días vi a tu prima en el banco. No sabía que estaba gerenciando.

—Así es. —Sonreí amable ya estando separados. Meléndez era un sujeto con casi sesenta años de edad para quien trabajé una vez—. También está a punto de casarse —le informé—, así que el cargo le cayó de maravilla.

—¡Coño, pero qué buena noticia! Le diré a Rosa que le envíe un presente de bodas. Tu prima ha sido siempre amable con la compañía, y con mi señora.

—Bueno, si se lo envías como sorpresa, prometo no decirle. —Me reí un tanto, y él hizo lo mismo.

—¿En qué andas ahora, Carlos?

Pude responderle, pero no quería más charla. Mi objetivo principal de la noche esperaba por mí y sería un tonto si seguía alargando la tertulia.

—Bueno Meléndez, si me disculpas…

—No, no, claro, claro… Por favor, sigue en lo tuyo. —Estrechamos las manos de nuevo—. Visítame en la oficina. Tengo alguien que me asiste con las cuentas, un sobrino de mi mujer, pero no está demás pegarle un sustillo al muchacho.

Sonreí abiertamente y negué con la cabeza por las ideas que siempre estructuraba mi ex cliente. Esperé que él caminara hacia su mesa —la cual ya tenía personas alrededor—, y me dirigí hacia la de ella… ¡En donde no había nadie! La mujer no estaba por ningún lado y ver su silla vacía, al igual que el vaso y la botella, me detuvo en el acto.

Me congelé. Y lamenté casi sin saber por qué (y de inmediato) habérmela llevado a la cama y proponerle un nuevo encuentro en ese restaurante sin ni siquiera pedirle un jodido número de teléfono.

Me empecé a sentir acelerado. Asustado, de hecho. Rápido, miré hacia la caja registradora con la clara idea de sacarle (así sea a pedradas) a la recepcionista el número personal de mi cita. La cajera solía encajar facturitas en un objeto punzante con un montón de dígitos telefónicos anotados allí, datos que le exige a la gente cuando cancelan sus compras con tarjeta. Pero la pedrada me la di yo en los dientes al recordar que le había pagado el trago.

«¡Maldita sea! ¿Por qué coño le pedí al mesonero que le dijera que iba por cuenta de la casa?»

—¿Pasa algo malo con su mesa, señor? —preguntó el camarero.

—¿A dónde se fue ella? —Señalé con urgencia la mesa vacía delante de mí. Y creo que le hablé algo fuerte porque el pobre sujeto enarcó las cejas.

—Señor, la señorita de esa mesa está…

—¿Carlos? Acá estoy.

Me volteé de ipso facto y allí sentí un golpe invisible que me tumbó al suelo; No era más que el efecto volátil del alivio cayendo sobre mí. No me percaté si el mesonero se quedó unos minutos más o se había ido, no me di cuenta de más nada. Allí estaba ella, recta y feliz, con una mueca ligera de cejas y labios de mediana sonrisa. Su cabello castaño oscuro suelto, manos juntas al frente sosteniendo su pequeño bolso, el cual combinaba en color con su vestido mostaza... Bien maquillada, sencilla y a la vez, brillante. Y estaba seguro que si me acercaba, algún exquisito aroma podría enloquecerme; como sucedió en la cena anterior.

—Pensé que te habías ido.

—De hecho, así fue. Pero para el baño —explicó sin meras pretensiones de burla, con ese tono de voz dulce, suave y levemente ronco… Espectacular.

Solo asentí y metí la lengua en las encías. Señalé su mesa con la cabeza.

—¿Consumiste algo más? ¿Pediste algo para cenar?

«Si me dice que sí, me ahorco».

—No, solo la cerveza que me brindaste. —Me detuve en seco. No pude evitar sonreírle, eso no me lo esperaba—. El mesonero no me dijo nada. Lo adiviné. —Se encogió de hombros.

Me la quedé mirando por un segundo.

—¿Ya me habías visto?

Ella negó con la cabeza y frunció un poquito las cejas. Entonces volví a quedar en el limbo, anonadado por su acierto. Sin embargo, tenía que reaccionar.

—Si tienes todas tus cosas contigo, nos vamos.

Di un paso hacia la salida luego de decirle aquello, pero ella me detuvo.

—No. Quiero cenar.

«Maldita sea…Ella quiere cenar». Se me salió una sola risa por mi pensamiento, porque por complacerla me resignaría a esperar. Juro que no tenía hambre de comida. Le concedí el deseo y como el caballero que aprendí a ser, me dirigí a la mesa, saqué la silla para ella y luego de un gracias de su boca, me senté al otro lado del mantel lleno de platos y copas, objetos que parecieron resplandecer por el interés de algo curioso.

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