Capítulo 4: La Sombra del Escepticismo

Mientras la noche envolvía el campamento con su manto de misterio, Alejandro y Amira se sentaron alrededor de una pequeña fogata, la luz de las llamas bailando en sus rostros pensativos. La revelación de las imágenes proyectadas por la estatuilla había dejado a ambos en un estado de asombro y reflexión.

—Es difícil creer en todo esto, —dijo Amira, rompiendo el silencio. —Quiero decir, momias que hablan, maldiciones antiguas… Suena como algo sacado de una película, no de la realidad.

Alejandro asintió, comprendiendo su escepticismo. A pesar de la atracción inexplicable que sentía hacia la historia de Amara, una parte de él luchaba con la incredulidad. —Lo sé, es surrealista. Pero después de todo lo que hemos visto, ¿cómo podemos ignorarlo?

Amira jugueteaba con un pedazo de madera, su mirada perdida en las llamas. —¿Y si esto es solo una ilusión? ¿Y si estamos interpretando mal los signos?

Alejandro consideró sus palabras. Era cierto que, en el mundo de la arqueología, el deseo de hacer descubrimientos significativos a veces podía nublar el juicio, pero había algo en la voz de Amara, en la manera en que la estatuilla había proyectado esas imágenes, que le decía que esto era diferente.

La conversación se desvió hacia sus propias vidas, sus pasiones y miedos. Alejandro se encontró compartiendo con Amira más de lo que había compartido con nadie en mucho tiempo. A medida que hablaban, una conexión se estaba forjando entre ellos, una mezcla de camaradería y algo más, algo que ni uno ni otro estaban listos para definir.

—¿Sabes? —preguntó Alejandro. —Cuando mencionaste eso de que estaba enamorado de la momia, me puse a pensar que nunca me he enamorado. Este trabajo es tan demandante que realmente deseo algún día poder tener a alguien que me acompañe en mis momentos de intimidad y soledad. 

 

Amira, lo miraba con ternura, si bien no habían convivido mucho, a ella le atraía desde hace tiempo y era la primera vez que estaban solos compartiendo momentos íntimos. 

De repente, un ruido en la oscuridad los alertó. Alguien o algo se movía entre las sombras. Alejandro se levantó rápidamente, agarrando una linterna. —Quédate aquí, —le dijo a Amira, su voz baja, pero firme.

Avanzó cautelosamente hacia la fuente del ruido, su corazón latiendo con fuerza. Lo que encontró lo dejó sin aliento. Era una figura encapuchada, hurgando entre sus cosas. Antes de que pudiera reaccionar, la figura se volvió hacia él, sus ojos brillando con una luz extraña.

—¡¿Quién eres?!, —exigió Alejandro.

La figura no respondió, sino que se lanzó hacia él con una agilidad sorprendente. Alejandro retrocedió, esquivando apenas el ataque. En el forcejeo, la capucha de la figura se deslizó, revelando el rostro de una mujer joven, sus rasgos marcados por una determinación feroz.

—¡Basta!, —gritó una voz. Era Amira, que había seguido a Alejandro. —¡Detente o te parto la cara con esta roca!

La mujer se detuvo, observando a Amira y luego a Alejandro con cautela. —Mi nombre es Layla, —dijo finalmente. —Y creo que buscamos lo mismo: la verdad sobre Amara.

Alejandro y Amira intercambiaron miradas de sorpresa. ¿Quién era esta misteriosa mujer y qué sabía sobre Amara?

Qué casualidad que ahora que habían descubierto la tumba todos sabían sobre Amara. Si antes no aparecía ningún vestigio de ella.

Los tres se sentaron alrededor de la fogata, Layla comenzando a contar su historia.

—Hace años encontré un objeto en la tumba de un sacerdote y tenía grabado, en jeroglíficos, claro, el nombre de Amara, tenía una suerte de acertijos que al descifrarlos daba con la ubicación de esta tumba. Obvio, no exactamente en el lugar donde estamos, sino unos kilómetros más allá. —Layla continuaba su historia, mientras Alejandro y Amira la escuchaban atentos.

 La noche se había vuelto más densa y oscura, como si estuviera cargada de presagios. La historia de Layla, una cazadora de reliquias con su propia conexión al misterio de Amara añadía capas a un rompecabezas ya complejo. Alejandro, Amira y Layla se encontraban en un triángulo de confianza y desconfianza, unidos por el deseo de desentrañar la verdad.

Mientras Layla relataba cómo su búsqueda de artefactos egipcios la había llevado a cruzarse con Karl Heinz y su oscura obsesión por Amara, Alejandro no podía evitar sentir una creciente atracción hacia Amira. En la luz titilante del fuego, sus rasgos se suavizaban, revelando una belleza que no había notado antes. Era una pasión naciente, complicada por las circunstancias y el enigma que los rodeaba.

—Heinz me hizo trabajar para él muchos años, buscando vestigios sobre esta tumba, pero me traicionó, todo lo que iba encontrando se iba apoderando de ello. Por eso ahora estoy por mi cuenta y necesito ayudarlos porque él no se anda por las ramas.

La conversación fue interrumpida abruptamente por un grito escalofriante que resonó en la noche, un sonido que heló la sangre en sus venas. Era un grito de terror, proveniente de la dirección de la tumba. Sin pensarlo dos veces, Alejandro, Amira y Layla se precipitaron hacia la fuente del sonido, cada paso impulsado por una mezcla de miedo y determinación.

Al llegar a la tumba, encontraron la entrada abierta, como si invitara a entrar en sus profundidades. Con linternas en mano, descendieron, el aire frío y la oscuridad los envolvían como un sudario. Los muros parecían cerrarse a su alrededor, y las sombras bailaban con macabra alegría.

Dentro de la cámara principal, se encontraron con una escena de horror. Dos de los hombres de Heinz yacían en el suelo, sus cuerpos retorcidos en posiciones antinaturales, sus rostros congelados en expresiones de puro terror. No había signos de violencia física, pero algo los había matado, algo que había drenado toda vida y esperanza de sus cuerpos.

—¿Qué clase de maldición es esta?, susurró Amira, su voz temblorosa.

—Algo más que una maldición, —respondió Layla. —Algo antiguo y malévolo está aquí, algo que no debería haber sido despertado.

Mientras exploraban con cautela la tumba, Alejandro no podía evitar sentir la mirada inexistente de Amara sobre él. La conexión que sentía con la momia se intensificaba, un lazo que parecía tirar de su alma hacia ella. Era una atracción que iba más allá de la lógica, un llamado que resonaba en lo más profundo de su ser.

De repente, Layla se detuvo, su linterna iluminando una inscripción oculta en una esquina de la cámara. —Esto no estaba aquí antes, —dijo, su voz llena de asombro y miedo. La inscripción mostraba una figura siniestra, un dios olvidado de la mitología egipcia, conocido por su sed de almas y su poder sobre la muerte.

—Esto es obra de Heinz, murmuró Layla. —Él ha desencadenado algo que no puede controlar. En las inscripciones del sacerdote, en aquella ocasión encontramos un artefacto que tenía esa misma figura, es como un hechizo o un embrujo. Al parecer esta momia y el sacerdote que les mencioné, estuvieron enamorados y fueron malditos por eso.

Los tres salieron apresuradamente de la tumba, el peso de la oscuridad, persiguiéndolos. Mientras se alejan, Alejandro mira hacia atrás, hacia la tumba, sintiendo un tirón en su corazón. La historia de Amara, su belleza y su tragedia, lo llamaban, prometiendo revelaciones y una pasión que desafiaba el tiempo. Pero también sabía que, con cada paso que daba hacia ella, se adentraba más en un mundo de terror y sombras del cual podría no haber retorno. El misterio se profundizaba, y con él, el peligro que acechaba en cada esquina.

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