CAPÍTULO 3. POR LO MENOS SAGRADO DE ESTE MUNDO

Rodrigo

Puedo frotarme los ojos, pellizcarme, abofetearme, pero nada cambiará el hecho de que Mel es alguien completamente desconocida para mí. Y sin embargo es tan ella cuando su boca se somete completamente a la mía…

—Mi nombre no es Mel —protesta.

—No me acostumbro a llamarte de otra forma…

—Sólo elije una, puedes decirme Elízabeth, Lizzie, Liz, Diosa…

Mi mano va a su barbilla para obligarla a mirarme, pero no veo en sus ojos ni una pizca de la niña delicada que una vez tuve entre mis brazos.

—¿Estás tratando de que te mande a la mierda? —murmuro con rabia porque sé que así: Diosa, la llaman sus amantes.

—A la verga sería mucho mejor, te aseguro que disfrutaría más el viaje…

Gruño como una fiera herida porque odio esas palabras, pero si quiere un desafío, ese es un juego al que podemos jugar dos.

—No hay problema, linda. Eso se puede arreglar.

Me saco la camisa mientras se moja los labios con la lengua y siento que se estremece bajo mis caricias.

—¿Quién eres? —pregunto sobre su boca y siento sus manos explorando con suavidad mi espalda.

Se baja de la banqueta y queda frente a mí. Me besa el pecho, sobre el corazón y muerde, ha mordido más hondo y con más ferocidad en mi vida pero no tiene que saberlo. Sus labios se mueven a mi hombro derecho y comienza a darme la vuelta. Mi imaginación de escritor se va directamente hacia la analogía, hacia esa tigresa hambrienta que puedo ver en sus ojos y por primera vez en mi vida estoy plenamente consciente de ser la presa.

Siento sus manos en mi abdomen y sus besos en la espalda, su boca apenas me llega a los omóplatos pero es deliciosa. Me abraza por detrás, el calor de sus pechos contra mi piel me hace cerrar los ojos y jadear. Maldita abstinencia de mierda, no fue voluntaria, lo juro, pero si he logrado tener sexo en cinco o seis ocasiones ha sido mucho, y siempre con personas que se parecieran a ella.

Estoy muy jodido, lo sé, pero Mel, Elízabeth o sea cual sea su nombre, se instaló en mi vida y no sólo reclamó mi corazón sino también mi puñetera vida sexual.

Me estremezco cuando sus manos bajan por mi abdomen y palpan encima de mi pantalón, tengo una erección de mil demonios en sólo un par de segundos y sé que estoy perdiendo, porque saber que puede provocarme eso le da toda la ventaja sobre mí.

Masajea con suavidad sin abrirme todavía la bragueta y estoy a punto de tener un orgasmo sólo con eso.

Sigue su camino, besa mi hombro derecho, se pone de puntillas para llegar a mi clavícula y a mi cuello. Enlaza las manos detrás de mi nuca y yo bajo la cabeza para firmar mi rendición sobre su boca. Es lo más estúpido que un hombre engañado puede decir, pero la amo. La amo y la deseo más allá de cualquier razonamiento.

Llega al centro de mi pecho y las yemas de sus dedos repasan con avidez los pequeños cuadros que se forman por la tensión, lame con una sonrisa y comienza a bajar, despacio, dejando un reguero de besos sobre mi abdomen hasta que siento el “pop” sordo del botón del pantalón al saltar.

¿En serio lo arrancó…?

Bajo la vista para cerciorarme y…

¡Cristo divino!

Mi pensamiento acaba aquí.

El calor se extiende desde la punta de mi glande por todo mi miembro a medida que Lizzie lo engulle por completo. Me sostengo de la pared más cercana porque me tiemblan las rodillas y no es para menos. Olvida la humedad, la calidez, el morbo, que sea ella quien lo hace o que yo no haya tenido sexo en meses… no es nada de eso… es la presión.

Jamás me hicieron algo como esto ni antes ni después de Lizzie. Puedo sentir la presión de sus dientes pero no me lastima porque los cubre con sus labios. No tengo ni la más peregrina idea de cómo lo logra pero desde que mi verga empieza a entrar en su boca es como si la perdiera en un torbellino de succión.

Empieza despacio, como si tratara de acostumbrarse otra vez a ese tamaño, o como si intentara descubrir si el sexo oral es algo que todavía disfruto tanto. Aumenta el ritmo a los pocos minutos y yo maldigo en voz alta porque empiezo asentir una presión distinta. Mi glande toca el final de su boca y va a su garganta y la sensación es devastadora. Puedo sentir la punta deformarse, acomodarse a la estrechez de su garganta y empujar, empujar fuerte hasta que un par de palmadas sobre mis muslos me dicen que ya no puede más.

Pero es tarde, Rodrigo de Navia ha encontrado de nuevo a su mujer y la bestia todavía no ha cazado. Mis manos van a su cabello y las suyas a mis piernas, y el ritmo es profundo y consentido a pesar de las lágrimas que salen de los ojos de Lizzie.

Está el placer, está el amor, está el deseo, y está este morbo de verla arrodillada frente a mí, a la poderosa Emperatriz, a la mujer que me engañó descaradamente… y aún así disfruta tanto tener mi verga en su boca, empujando hasta que no puede respirar, hasta que llora, hasta que mis nalgas se aprietan porque esa sensación de que voy a irme completo hacia adelante es inexplicable, y me corro en su boca o más bien, me corro en lo profundo de su garganta con un ronquido sordo de satisfacción.

Cualquiera pensaría que eso pudo saciarme, pero no.

Nada puede saciarme si no es estar dentro de ella, sometiéndola y dándole el placer que tan ansiosamente buscaba cuando nos conocimos.

La levanto, limpio sus lágrimas con besos mientras la acaricio con la misma urgencia con que mi endemoniado miembro vuelve a estar listo para ella. Esto está lejos de acabarse, fueron dos años, Lizzie, y te los voy a cobrar con intereses.

Una de mis manos va a su pecho y lo aprieto con urgencia, haciéndola tomar aire para lo que creo es una protesta, pero sólo escucho:

—Más…

Mis palmas abiertas saludan a sus nalgas y la hago enredar las piernas en torno a mis caderas. La sujeto con fuerza porque sigue siendo perversamente menuda y me llevo a la boca uno de sus pezones. Es delicioso, tan pequeño y turgente como lo recordaba, Mel… Lizzie tira de mis cabellos por instinto. Chupo, lamo y muerdo hasta que grita y me levanta la cabeza, demandante, para volver a besarme.

Estamos recordando, nuestros cuerpos recuerdan lo que fuimos juntos, lo que hicimos… Gime en mi oído cuando la bajo para que sienta mi miembro en su sexo aún sin penetrarla y me encuentro con una humedad abrumadora. El descontrol de los dos se hace terrible y busco la pared a tientas, con una mano al aire, y cuando por fin la encuentro, empotro contra ella la espalda de Lizzie, porque hacer el amor como princesos de cuentos de hadas no está en mi lista de prioridades..

Quiero sentir que me clavo en ella hasta el fondo. Quiero que la gravedad me la regale, quiero que caiga por su propio peso sobre mi verga y sienta todo lo que estuvo esperándola estos años.

—Espero que estés lista, porque esto va a ser tan poco delicado como tu primera vez.

Y de la misma manera la penetro como un poseso, porque antes no lo supe y ahora lo hago a propósito. Grita cuando mi miembro la atraviesa en un solo y poderoso movimiento, y se aferra a mi cuello cuando empiezo a moverme dentro de ella como si fuera una máquina de matar.

Gime, jadea, grita, yo no escucho. Sus senos saltan contra mi pecho y encuentro ese balance perfecto: mis codos bajo sus rodillas, mis antebrazos detrás de sus muslos, mis manos sosteniendo y abriendo esas nalgas de diosa que tiene.

Cada vez que la levanto su cuerpo golpea de regreso contra el mío cuando baja y el ritmo se hace frenético y profundo.

Esta mujer es mía, sin importar el nombre que tenga, su cuerpo es mío, su sexo es mío, y sus orgasmos también lo son.

Me sostengo del marco de una puerta que tengo cerca para hacer palanca y la penetro todavía más duro. Maldice y gime, trata de salirse pero no la dejo, en esta posición es mía, puedo hacer con ella lo que quiera y cómo quiera, sin que pueda escapar.

Muerdo su boca, reclamando su atención, recibe mi lengua, gime, cierra los ojos. Sus pequeñas uñas se clavan en mis hombros y lo adivino. Le doy con todo, duro, hasta el fondo, rápido, más, jadeo… siento su coño estrangular mi verga y nada ha cambiado, su primera contracción es como una mordida y me cuesta sacarla casi completa para metérsela de golpe y hacer que se corra entre gritos y suspiros. Bastan tres empujes más y me voy dentro de ella sin poder evitarlo.

Su cabeza cae laxa sobre mi hombro y sonrío. Sin importar cuántos años hayan pasado seguimos siendo un hombre y una mujer que se entienden perfectamente en el sexo.

La llevo a la habitación y la dejo con suavidad sobre la cama. Voy hasta el baño, buscando algo con qué limpiarme esta mezcla de fluidos que tan satisfactoriamente me han echado a perder el pantalón, y para cuando regreso la encuentro mirando al techo, desnuda todavía y cansada.

Recorro su cuerpo con el dorso de los dedos. Delineo la curva de sus senos, sus costillas, y vuelvo a tropezar, por milésima vez en mi vida, con esa fina cicatriz, completamente vertical, que le corre por el costado derecho y de la que en tantas ocasiones me habló.

Es y no es mi Melanie. Llámese como se llame. Busco en ella a la chica que me cautivó, pero no logro encontrarla. O quizás fui yo el que no quiso ver a la mujer en la que se convertía en mi cama.

—No puedo reconciliarte con la niña que conocí —confieso—. Creo que siempre estuve prendado de esa inocencia que suponía ser el primero en tu vida.

Su gesto parece apenado cuando me responde:

—Ternura, la inocencia del cuerpo no siempre implica la inocencia del alma.

Niego con terquedad porque no puedo, no quiero aceptar a esta mujer que tengo enfrente.

—¿Y así eres feliz? ¿Dónde está la felicidad de Elízabeth Craven? ¿Qué tienes además de esa actitud pueril? —la increpo mirando alrededor— ¿Una empresa…? ¿Amantes…? ¿Fiestas…? ¿Una hij…?

Mis labios se sellan en el mismo momento en que comprendo lo que he dicho y sobre todo lo que he visto. Sobre una de las mesas de noche, bajo la luz de una lámpara, está la foto del primer cumpleaños de una bebé de cabello negrísimo, abrazada al cuello de Lizzie, dentro de un marco que reza: “The Best Mom*”.

Mi cerebro se paraliza en un solo segundo, y mi sexto sentido de escritor empieza a gritar. La niña, su edad, su aspecto, la actitud de Lizzie cuando me vio hoy, la forma en que me ocultó su identidad, su sorpresa al saber que no soy otro escritor muerto de hambre como ella pensaba…

Me levanto de un tirón y voy a tomar la foto.

—¡Dime que no me usaste como tu banco de semen personal, Elízabeth! —traigo tanta rabia acumulada que tengo que arrastrar las sílabas para que salgan las palabras.

Abre mucho los ojos y niega con la cabeza, salta de la cama y se envuelve en una bata de seda que hay junto a la cabecera.

—No, por supuesto que no —asegura pero no le creo. No le creo nada.

—Esta niña se parece mucho a mí, Lizzie… —mi vista se nubla y siento que voy a explotar. Ella no pudo hacerme eso… no… ella no…—. ¿Qué edad tiene?

—Rodrigo ella no es…

—¡¿Qué puñetera edad tiene tu hija, Elízabeth?! —grito fuera de mí y veo que se envara, lista para pelear.

—Casi dieciocho meses —dice sin que le tiemble la voz ni un momento y entonces todo el amor, toda la añoranza, toda la necesidad se convierte en furia ciega porque esta mujer no sólo me engañó, esta mujer escondió a mi cachorro y yo no soy de esos leones que no muerden.

Atrapo las solapas de su bata y la acerco a mi rostro porque quiero que me vea bien.

—No creo ni una sola palabra que salga de tu boca. ¡Te desconozco! Pero me da igual quién seas, si esa niña es mi hija y me la ocultaste, te juro por lo menos sagrado de este mundo que te vas a arrepentir. Puede que tú seas la Emperatriz, pero yo soy Rodrigo de Navia, y no ha nacido la mujer que se burle de mí.

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