La noche era clara, la luna brillaba en lo alto, las estrellas tímidamente titilaban. Una fresca brisa recorría el río y sus riberas. El ir y venir de los coches indicaba que eran entre las siete u ocho de la noche. David acomodó un pedazo de colcha vieja bajo su cabeza y se dejó envolver por el tranquilo bullicio del río. A lo lejos, la música de una fiesta se escuchaba; David estaba acostumbrado a ella porque era la historia de cada fin de semana. Sin embargo, le gustaba ese lugar porque el resto del tiempo resultaba tranquilo, no había nadie que se atreviera a merodear ese sector; hacerlo sería buscar problemas, pero David tenía un secreto que lo volvía peligroso e intocable.
Aquella noche la brisa que se extendía por el río llevaba impregnado el perfume de viejas rencillas en los aromas de la exuberante vegetación de los grandes jardines de la mansión "Isabella de las Casas". La música se fusionaba con la alegría juvenil, y los compases de la orquesta invitaban a bailar con entusiasmo. Saúl festejaba su cumpleaños número veinticinco. La mayoría de los presentes eran jóvenes visionarios, amigos de Saúl de las Casas; unos pocos eran emprendedores en busca de una oportunidad superior, con ideas de negocios innovadoras en las que Saúl había depositado su confianza. Un poco por encima de la servidumbre, se encontraban unas cuantas jóvenes buscando un camino fácil hacia el éxito a través de su belleza. En un rincón, apenas perceptible, estaba Soledad Sampedro, observando en silencio todo lo que pasaba mientras degustaba un vaso de jugo de naranja. Sonó la canción “Celoso” mientras sus amigos la coreaban, y ella la vivía, sintiendo dentro de sí la inspiración que le faltaba. Planeó rápidamente la manera de salir a tomar aire y huir. Como en otras ocasiones, Soledad esperó la oportunidad de que Saúl estuviera en buena compañía para salir del lugar, cuyo ambiente le resultaba asfixiante. Una vez afuera, respiró con alivio un aire de libertad, una libertad que duraría hasta que se descubriera su ausencia o hasta llegar a su casa, cuyas paredes formaban parte de una cárcel invisible cuyas paredes eran la opulencia de una fachada mal puesta y sus cadenas eran el legado familiar de mantener limpio el buen nombre. Ella tenía todo cuanto quería comprar, pero le faltaba libertad; no podía siquiera vestirse sin que su madre revisara meticulosamente su atuendo. Optó por dirigirse hasta la vía principal para esperar un taxi. Claro que eso sería un avance desafiante, y peligroso. Ella sabía que era difícil encontrar quién la llevara, pues iba sin cartera ni celular. Saúl tenía estos elementos en sus manos para evitar que Soledad se fugara, como lo había hecho en otras ocasiones. Además, la gente de Saúl no dudaría en informar de la rapidez de Soledad para abandonar el lugar. Se encontraba sola a merced de las circunstancias, esperando poder regresar a su casa ilesa y, sobre todo, sin ser escuchada por sus padres, quienes la impulsan a ir a las fiestas de Saúl. Sandra, una antigua amiga de Soledad, joven atrevida y atractiva, entrelazaba sus manos con las de Saúl para luego recibir sus besos descarados y apasionados en la boca, el cuello y la barbilla. Los demás jóvenes los animaban mientras Saúl buscaba con su mirada a Soledad, su trofeo personal al que no podía dejar para mantener las apariencias. Además, la quería retener a cualquier precio, quizás no porque la amara, sino porque ante los medios empresariales y faranduleros ella era su novia. Ella formó parte de su vida antes de que él iniciara con sus juegos de seductor, antes de las apuestas con sus amigos que le quitaron su esencia. Mientras la mano de Saúl bajaba por la firme pierna de Sandra, ella acariciaba con ternura su cabello. A pesar de todo, Saúl seguía buscando a Soledad, dispuesto a hacer cualquier cosa para mantenerla a su lado. Se comprometió con ella, estaba dispuesto a casarse para asegurar su estatus, honor y buen nombre. Antes de que preguntara por ella, uno de sus subordinados le informó sobre la escapada de Soledad y salió a buscarla en ese instante. Sandra, apretó los puños llenos de furia. Una sonrisa desganada se dibujó en sus labios, pero a pesar de su rivalidad supo guardar la compostura. Decidida a no rendirse, prefirió darle a Saúl su espacio; no quería interferir directamente en su posición de novio perdidamente enamorado. Además, sabía de sobra que derrotar a Soledad no sería tarea fácil: ella tenía belleza, talento, inteligencia y, sobre todo, dinero. Con la ausencia del protagonista de la fiesta, Sandra asumió el puesto y, creyéndose dueña de la fiesta, invitó a todos a bailar.