Capítulo 4

A las 08:00 en punto de la mañana, Lenis guardaba sus cosas en una de las gavetas del escritorio que solía usar. Suponía un alivio que su jefe no estaba presente y sentía que la puntualidad debía ser algo a respetar, sobre todo en esos momentos.

No lograba olvidar la expresión en el rostro de su jefe luego de darle aquel dato sobre su vida. Tampoco podía olvidar la demanda de llegar temprano al día siguiente, sus palabras sobre quién era su pasado y lo que a él le importaba. No le había aceptado la renuncia, aún se sorprendía por eso. Agradecía enormemente a Dios y a Maximiliano por la oportunidad, también agradecía que la entendiera, pero tenía un presentimiento extraño con respecto a eso, una sensación que gritaba la palabra «desconfianza». Se lo achacó a su horrendo historial: normal que a menudo desconfiara de la gente.

Para ese día, el señor Bastidas no tenía nada en agenda más allá de la junta, la cual se celebraba a las 10:00 de la mañana. Ordenó todo para aquella celebración, donde los jueves de cada mes, los jefes de despachos y departamentos de la empresa se reunían con la idea de fusionar labores y hacer partícipe a todos de cada detalle en los proyectos.

Ella terminaba de colocar las carpetas con toda la información de la ponencia de su jefe frente a cada puesto en la gran mesa de reuniones, cuando entró una persona.

—Oh, lo siento. Pensé que Peter o Max estarían acá.

Lenis miró hacia la puerta al escuchar las disculpas y quedó inmóvil.

Allí de pie se encontraba George J. Miller, un hombre casi al final de sus treinta, de cabellos negros y suaves, alto, barba corta bien armada, traje gris marengo a la medida, quien era el dueño de una de las firmas de abogados más importantes de la ciudad.

Lenis no le conocía en persona hasta ese momento, pero se había informado de sus colaboraciones y por supuesto, de ser el abogado personal del señor Bastidas.

No le hizo falta mirar las planillas o revisar la agenda, ella sabía que él no era uno de los convocados para ese día.

—Buenos días, señor Miller. ¿En qué puedo servirle? —Él no apartaba su mirada de ella. Parecía que no podía hablar—. ¿Señor Miller?

El abogado por fin reaccionó, pero inmediatamente frunció el ceño preguntándose cómo sabía ella quién era él.

—¿Usted es…?

—Lenis Evans, asistente del señor Bastidas, es un placer conocerlo, bienvenido. Me temo que el señor no se encuentra en este momento. Al igual que el señor Embert. Si es usted un invitado a la junta...

—No, solo vine a conversar un asunto con Max. Fui convocado por Peter.

«Max... Peter… Es cercano a ellos», pensó la secretaria.

Asintió y le indicó con un gesto amable de su mano que podía dirigirse a la sala de espera.

—Puede sentarse donde guste. ¿Desea algo de tomar? ¿Ya desayunó?

Él sonrió. Se detuvieron en medio del saloncito.

—Sí, ya desayuné, gracias. Un café estará bien.

—Ya mismo se lo traigo.

Ella fue a caminar, pero cometió el error de no preguntar cómo lo quería. Por alguna razón se sentía nerviosa. Y por otra, sintió empatía.

Lo miró directo al rostro y recordó algo que solía hacer cuando más joven.

Ladeó un poco la cabeza y entrecerró ligeramente los ojos. George arrugó las cejas, expectante… Parecía que ella quería decirle algo.

—A usted debe gustarle el café negro y con una ración de azúcar, ¿cierto?

Él sonrió ampliamente, sorprendido por lo que ella había dicho.

—Dos de azúcar —corrigió rápidamente.

Ella hizo una mueca de lamento y negó con su cabeza.

—¿Dos de azúcar? He perdido facultades.

Él soltó una risa y se mordió el labio inferior, viéndola caminar hacia el área de refrigerios.

«¿Qué fue eso, un coqueteo?», pensó él. Algo le decía que no, pero en definitiva, quería que ese «algo» fuese un «sí».

Lenis, eficientemente, no tardó demasiado en llevarle el café al abogado, quien se puso de pie por cortesía y para recibir el café.

—Muchas gracias. Espere… —Ella obedeció pensando que se había equivocado en algo o porque él necesitaba alguna cosa, pero lo que vio le hizo sonreír. Él tomó un sorbo y fingió quedarse pensando en su opinión con respecto al café. Ella no quería alzar las cejas por la espera. Se puso seria al verlo ponerse igual de serio, sin embargo, él sonrió de inmediato—. Está muy bueno este café. Muchas gracias.

Ambos terminaron riendo y compartiendo un par de frases más, sin darse cuenta en el sonido del elevador, en el ruido de sus puertas abrirse, en los pasos acercarse y en el carraspeo de garganta.

—Buenos días —saludó, con rostro serio, el CEO de la compañía. Lenis y George notaron la expresión de pocos amigos.

—Muy buenos días, señor Bastidas… —dijo ella, dando un paso hacia atrás con educación.

—Miller, ¿cómo te ha ido? —saludó Maximiliano, como si no hubiese escuchado el saludo de su asistente—. Llegaste temprano.

—Sí. Quise llegar antes de la junta, pero no tan temprano, me confundí con los horarios. —Dejó la taza sobre la mesa baja ubicada cerca de los sillones y abrazó al jefe con palmadas en la espalda.

—¿Entramos? —invitó Maximiliano.

—Sí, claro. —Antes de atravesar el umbral de la oficina, se giró hacia la Lenis, quien ya estaba sentada tras su escritorio—. Gracias de nuevo por el café y por las dos raciones de azúcar. —Hizo un casi imperceptible guiño que Maximiliano logró notar y siguió hacia el interior de la oficina.

—¿Qué haces aquí? Pensé que estabas de viaje —dijo Max mientras se sentaba.

—¿A caso estás molesto? ¿Qué pasó? ¿Hice algo malo?

Max se terminó de acomodar y puso cara de resignación.

—No fue mi intención que sonara mal, disculpa, pero te vuelvo a hacer la pregunta. Pensé que estabas de viaje, ¿qué haces acá?

—Pensé que tú o Peter me lo dirían, él fue quien me convocó. —Se encogió de hombros—. Por cierto, ¿dónde está él? Es raro no verlo por ahí como un centinela.

—Tiene funciones delegadas —respondió casi aletargado, ya que seguía pensando en lo que acababa de escuchar. «¿Peter piensa contarle a George de lo que hablamos anoche?», se preguntó mentalmente. Ahora que lo tenía de frente, no sabía muy bien si era una buena idea.

Exhaló una sola vez y lo miró.

—Hay algo que...

—¿Ella es tu nueva asistente? —preguntó el abogado con el pulgar hacia la puerta—. ¿Y la que tenías? ¿Ya la despediste?

La interrupción de George le tomó por sorpresa.

—Mi antigua asistente se jubiló y se fue del país. ¿Por qué lo preguntas?

El abogado negó con la cabeza.

—Curiosidad. —Max se quedó mirándolo—. ¿Qué?

—Te conozco, George. Y no.

—¿No qué?

—Ella no.

George se detuvo abruptamente y fue asomando una especie de sonrisa curiosa. Se recompuso un poco para otorgarle seriedad al asunto.

—¿Tienes algo con tu nueva secretaria?

—¿Qué? ¿Te volviste loco?

—¿No? Entonces, no hay problema si la invito a salir, ¿o sí?

—¿Qué...?

—No me vas a decir que no has notado lo hermosa que es.

—Es mi asistente, no…

—¿Has visto el color de sus ojos?

—¡Joder! —George se echó a reír, le encantaba molestar al siempre educado y tieso Max—. Quédate quieto, “fare”. No la invitarás a salir.

—¿Fare yo? ¿Rata yo? Tú no eres el más santo de este lugar. Además, ¿por qué no puedo invitarla a salir? Ya hemos compartido un café, no hay vuelta atrás.

—Eres un imbécil. —George acentuó su sonrisa al escucharlo—. Te lo digo porque te conozco. Además… —bufó bastante aire y recostó su espalda en la silla—, precisamente ella es la causa por la que Peter te convocó.

George paró de reír. Entonces, hizo lo contrario a su amigo, se despegó del espaldar y se acercó al escritorio.

—¿Cómo así?

Sonó el teléfono fijo de la oficina. Max apretó el botón del speaker.

—Dime, Lenis. —Se restregó los párpados con la yema de los dedos. Hablaban de ella y le hacía sentir extraño, como si chismoseara a sus espaldas, que pensándolo bien, así era.

—Disculpe la interrupción —dijo Lenis a través del teléfono—. La junta comenzará en cinco minutos. Ya los convocados están presentes en la sala.

—Muy bien, ahora mismo voy. —Apagó el speaker—. Una cena temprano y te cuento todo, ¿te parece? A Peter le encantará el lugar. —Ambos sonrieron ante la ironía de Max, sabían que Peter no era un amante de sitios públicos—. Siento dejarte colgado ahora mismo, no había visto la hora.

—No hay problema.

Ambos hombres se levantaron y ya estando fuera de la oficina y mientras se despedían, George, asegurándose que estaban solos, ya que Lenis había llamado desde la sala de juntas y no desde su escritorio, agregó:

—No quiero que malinterpretes las cosas que dije sobre tu nueva asistente.

—Tranquilo —palmeó su brazo—, hablamos en la noche.

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