Alan empezó a platicarme, yo sólo quería ignorarlo, pero era inevitable no mirarlo por el rabillo del ojo; quería ser polera para pegarme a su cuerpo, a veces se me escapaban sonrisas endiabladas por mis propios pensamientos.
—Te invito a desayunar —soltó de repente.
Otra vez mi boca me traicionó.
—¡No!
Arqueó una ceja, me miró un segundo y luego volvió la vista al frente.
—Te encanta decirme no —afirmó.
—No es eso, no quiero retrasarte de tus cosas —dije—. Acepto con una condición.
Me miró con curiosidad y sonrió.
—Te escucho.
—Acepto la invitación, pero luego tomo un taxi para irme a casa, de esa manera no voy a retrasarte tanto.
Volvió a sonreír y asintió. Llegamos a una cafetería.
—¿Te gusta hacer ejercicio? —inquirió.
—¿Por qué lo preguntas? —respondí con otra pregunta.
—Por tu cuerpo.
Casi me atraganto con el corazón, inmediatamente mi mente voló a la noche anterior, sentí calor en las mejillas.
—La verdad no, una vez quise intentarlo, pero desistí —sonreí por el recuerdo.