VENGANZA DE ULTRATUMBA

Inés era una adolescente india muy guapa. Huérfana desde joven, su única forma de sustento era buscarse trabajo como sirviente para la aristocracia.

 Inés llegó a pie, caminando interminables kilómetros por senderos pedregosos, hasta llegar a una descomunal mansión de tres pisos. Una casona ostentosa y pretenciosa. Tuvo que entrar por la puerta de atrás y la recibió a las seis de la mañana una cocinera gorda y malhumorada que la trató con desprecio y racismo por su origen indígena.

 —Los indios no son confiables —murmuraba— son tontos, sucios y salvajes, además de que pueden robarse las cosas.

 Debía dormir en una derruida y fría habitación sobre un catre viejo y destartalado, en una habitación compartida por otras sirvientas. Apenas tuvo tiempo de acomodarse —su equipaje era exiguo— y ya la pusieron a trabajar fregando pisos, paredes y muebles, como asistente de las groseras cocineras, desyerbando el exuberante jardín, limpiando las letrinas, y un largo etc.

 Sus compañeras, casi todas, la trataban con desprecio. Las principales eran doña Dolores; la jefa de las sirvientas misma mujer ruda y obesa que le abrió la puerta. Carolina; una mujer joven pero en sus tardíos treinta, voluptuosa y de cabellos negros que habrían sido hermosos de no ser por la falta de cuidado, y Amelia; una tímida adolescente flaca y raquítica, de cuerpo huesudo y rostro compungido.

 —¡Inés! —bramó Carolina— creo que es hora de que le lleves el desayuno al patrón. Una mirada siniestra de complicidad se observó en el rostro de la mujer. Aunque Inés no lo sospechó. Después de todo no era ninguna orden anómala. Cuando Inés salió de la cocina escuchó a la regordeta cocinera decir:

 —¿Por qué la mandaste, Carolina? Sabes lo que la pasará…

 Inés, por primera vez, veía al patrón de cerca. Anteriormente sólo lo observó de lejos mientras entraba y salía de la casona en su carruaje. El patrón, don Augusto Carvallo y Armendáriz era un hombre maduro, con barba y cabello castaño perfectamente peinado, aunque no era gordo tenía una barriga insipiente, y sus ojos españoles eran de un azul marino. Su esposa, doña María del Socorro, era otra española de piel blanca como la leche, rizos dorados y ojos verdes, cuyo cuerpo atractivo compensaba su muy baja estatura.

 Inés llegó hasta la larga mesa del comedor presidida por el patrón, quien la miró lascivo. Hizo una reverencia y le aproximó la bandeja con el desayunó. La patrona se encontraba, como todas las mañanas, aún dormida pues se levantaba tarde por su mala salud y espíritu vagabundo, y por una complicidad enfermiza con su esposo degenerado.

 Inés ignoró, en principio, la mano suave y blanda —falta de ejercicio alguno— de su patrón introduciéndose entre su vestido, acariciándole la pierna derecha hasta finalizar manoseándole el glúteo correspondiente, aunque se le erizó la piel.

 —Eres nueva, ¿verdad? —preguntó el hacendado.

 —Si, vuestra merced —le respondió tímidamente.

 —¿Eres india?

 —Sí, vuestra merced —contestó, pensando disminuir sus acercamientos si sabía su origen, pero lejos de eso pareció encenderlo más. La volteó hasta colocarla de frente, y le acarició los senos y el rostro.

 —Vuestra merced… —expresó Inés entre un angustioso y tímido gemido de reproche y resistencia. El hacendado la volteó como a un animal colocándola de espaldas a si mismo y sobre la mesa del comedor, ignorando la comida que se enfriaba y la copa de vino tinto que se regaba por el blanco mantel como un charco sangriento. El hacendado le removió la ropa debajo de su cintura, arrancándole la ropa interior y la violó allí mismo, en el comedor, desflorándola dolorosamente. Inés reprimió los gritos de dolor, y su rostro se torció en una mueca de asco, ira, sufrimiento y sobre todo, indignación. Había un cierto dejo de incredulidad en su cara, como si no estuviera del todo segura de que tal abuso era real.

 Finalmente, el patrón acabó unos pocos minutos después que se le hicieron eternos a Inés, y la soltó como a un perro despachándola apresurada. La joven violada se acomodó la ropa humillada y perturbada por el hecho. Incrédula se alejó cuando el patrón comenzó a comer despreocupadamente.

 Inés llegó a la cocina donde Amelia, la flaca raquítica, le desvió la mirada, doña Dolores, la cocinera gorda estaba acallada pero con aire indiferente y prepotente, y Carolina, la joven voluptuosa, se reía felizmente. Debió hacer sus tareas igual a pesar de que se sentía devastada… muerta por dentro.

 Supo después que la mujer voluptuosa sufrió el mismo destino siendo adolescente como ella, pero que se curtió lentamente, volviéndose promiscua y grosera. Lo mismo le había pasado a Amelia.

 El patrón se empecinó con ella como con juguete nuevo, y ordenó que fuera ella quien le llevara el desayuno cada día, y todos los días cometía el mismo abuso, hasta que Inés sencillamente cerraba los ojos esperando a que terminara, con las cejas enarcadas y el rostro reprimiendo una ira fría y apática, cerrando los puños con fuerza. En una ocasión incluso agarró un cuchillo de cocina cercano tentada a incrustárselo a su patrón, pero el temor a la horca y las torturas la disuadió.

 El patrón también la visitaba de noche, entrando por la puerta de su fría y miserable habitación compartida por la huesuda Amelia, quien debía ignorar el acto sexual que ocurría a su lado.

 Tan fatídico destino le había sucedido a innumerable cantidad de jóvenes antes que ella. No obstante, muy para su desgracia, cuando el patrón se engolosinaba particularmente con alguna de sus víctimas, la invitaba a una fiesta muy especial.

 Cierta noche los patrones enviaron lejos a doña Dolores y a Amelia. A Inés le habían asignado realizar algunas compras en el pueblo, lo que le tomó todo el día, y para cuando regresó a la casa era ya de noche.

 Tocó la puerta sintiéndose abrumada por un presentimiento que le estrujó el corazón y ensombreció su mente de turbios presagios.

 —Pasa —dijo quietamente sin intercambiar más palabras y la llevó por los lóbregos recovecos de la casa iluminada sólo con candelas, hasta la estancia principal donde había ruido de jolgorio y olor a comida. Parecía que toda la servidumbre había sido despachada, salvo por Carolina, la sirvienta joven y voluptuosa cuyas risas en carcajadas escuchó resonar de lejos.

 La patrona la llevó hasta el lugar del festín, donde Inés se quedó pasmada observando la orgía en que la sirvienta se encargaba de satisfacer las necesidades sexuales del patrón y dos invitados masculinos que ella reconoció; el obispo de la ciudad, monseñor Severo Góngora, y el conde Carlos del Monte y Mendoza, un importante aristócrata. Durante algunos momentos, Inés contempló a la joven satisfaciendo a los tres hombres con sus tres orificios en diferentes posiciones, embriagados de lujuria y licor. Escalofriada de repulsión y desagrado, se giró donde doña María del Socorro aduciendo:

 —¿Me trajo para ver éstas porquerías?

 —Te traje para participar…

 —¿Qué? ¿Está usted loca? Yo soy una mujer decente, aunque sea pobre.

 —Yo también era una mujer decente… pero mi marido gradualmente me convenció de que los aristócratas como nosotros merecíamos más y más. Estamos sobre las normas de una sociedad enferma y retorcida… —sentenció sus palabras aplaudiendo. Los tres comensales observaron hacia donde provino el ruido del aplauso olvidando por momentos a la mujer que tenían entre los tres. Ésta también se detuvo extrayendo el miembro del sacerdote de su boca y sonrió con alegría.

 Inés intentó escapar de forma desesperada, pero fue rápidamente retenida por las manos grasosas de los festejantes. Inés suplicó fútilmente conforme la colocaban sobre la mesa lanzando la comida al suelo, le arrancaban sus humildes ropajes y le sometían a las más denigrantes bajezas y perversiones sexuales…

 Incapaz de resistir cuando la penetraban a la fuerza por su vagina, ano ó boca (en ocasiones simultáneamente), cuando la obligaban a sumirse en actos lésbicos con su patrona y su compañera sirvienta, ó cuando la forzaron a humillantes y repulsivas prácticas escatológicas.

 Inés fue encontrada deambulando enloquecida y balbuceando incongruencias en los enormes bosques que rodeaban la Casona Carvallo dos días después. Tenía el cuerpo casi completamente desnudo con la ropa rota y andrajosa, estaba sucia, despeinaba y vomitaba con frecuencia mientras se tambaleaba descalza entre los matorrales. Nunca se supo con exactitud que clase de monstruosidades le hicieron sus patrones don Augusto Carvallo y doña María del Socorro, el obispo monseñor Severo, el conde del Monte y la sirvienta Carolina, pero parecen haber sido suficientes como para volverla loca.

 —Acúsome padre, porque he pecado —decía la voz de una anciana cubierta toda de negro con velos impenetrables en el confesionario ante el mismo obispo Severo. Si bien éste sólo atendía a las mujeres más adineradas. —Un pecado tan grande que no tiene perdón de Dios.

 —No hay pecado tan grande que no tenga perdón de Nuestro Señor, hija mía. ¿Qué has hecho?

 —He palidecido ante los pecados carnales, sometiéndome a los peores y más degenerados placeres…

 —Yo te absuelvo en el nombre de…

 —Pero monseñor —interrumpió— no es esa mi razón de venir. No son esos los pecados que quiero confesar…

 —¿A no?

 —No, el pecado inconfesable que vengo a anunciar, es el asesinato de un hombre. Un asesinato espantoso, cometido de forma horrible y tortuosa, con mis propias manos. Y lo peor es que se trataba de un obispo…

 —¿Cuándo… cuando lo asesinaste?

 —Todavía no lo he hecho. Pero lo haré en éste momento…

 El cuerpo del obispo languidecía crucificado sobre un retorcido árbol en lo profundo del bosque, con los antebrazos dolorosamente clavados a las ramas crujientes y mohosas del tronco, completamente desviscerado, con las entrañas expuestas y extraídas de cuajo estando aún vivo. Servía de festín para innumerable cantidad de plagas y aves carroñeras. Aunque hubo alarma por la desaparición del purpurado, y lo buscaron por todas partes, nunca encontraron el cuerpo hasta que era una pila de huesos y no sabían de quien pertenecían. Lanzaron su osamenta en una tumba común en un cementerio pobre sin mayores trámites unos cincuenta años después…

 Las autoridades culparon de la desaparición del sacerdote a los pensadores liberales y los aristócratas comenzaron a cuidarse. La excepción no era el propio conde Carlos del Monte quien temía por sus diferentes excesos y porque no quería que a la luz pública emergieran sus pasiones secretas como las cosas que hacía a los niños indios en su sótano, ó las muertes por envenenamiento de sus enemigos políticos y de sus dos últimas esposas.

 Se encontraba solo en su escritorio labrado con roble amargo en su estudio, leyendo algunos libros de su espaciosa biblioteca repleta de novelas del Marqués de Sade cuando escuchó el sonido de unos niños jugando y correteando.

 —¿Qué sucede…? —se preguntó. No había traído niños en varias semanas y ningún sirviente suyo traía a sus hijos a la mansión temerosos de sus apetitos. Cuando abrió la puerta del estudio contempló unas penumbras anómalas así que salió sosteniendo un viejo candelabro chorreado de cera.

 Divisó una silueta infantil que pasó corriendo por un pasillo aledaño y corrió hacia su encuentro, pero al pasar la esquina no vio nada. Culpo a la oscuridad, y no dio asomo de una explicación sobrenatural. Luego sintió un cuerpo infantil que rozó su pierna derecha, y lo siguió con la mirada hasta que, entre risas, se perdió en la oscuridad. Enfadado, decidió localizar al ó los niños que estaban jugándole una broma, y darles una lección en el sótano.

 Afanado en seguir las risas y las carreras, el pedófilo se internó más y más en las oscuras entrañas de su mansión hasta asfixiarse en una carrera claustrofóbica. Parecía como si las paredes se cerraran y los pasillos se volvieran laberínticos en la casa donde había vivido por décadas y que conocía a la perfección. Gritó pidiendo ayuda y ningún sirviente acudió, así que rabió enfurecido, dudando de su cordura, perdido en las inmediaciones de su mansión, hasta tropezar y caer sobre el piso golpeándose la cara en la dura piedra adoquinada y haciendo que su candelabro se apagara.

 Solo, en la oscuridad más absoluta, el conde del Monte sintió pasos infantiles aproximándosele, rodeándolo, profiriendo risas macabras que le parecieron chillonas y burlonas. Entre el ruido logró percibir los pasos de una mujer adulta, aunque adolescente, que transitaba sentenciosamente el trayecto hacia él. El Conde, desesperado, intentó retomar el candelabro pero sólo consiguió una de las velas que procedió a encender con sus antiguos fósforos británicos lo más pronto posible. La llamarada refulgió rojiza como flama del infierno, y su luz paupérrima reflejo siluetas de fantasmas infantiles atormentados que rodeaban al noble sin rostros visibles, al tiempo que una mujer adolescente con el cabello sobre el rostro cubriéndole completamente las facciones se le acercaba lentamente.

 —Per… perdóname… por favor… —suplicó el noble con las palabras trabándosele en la boca— yo… soy un… hombre débil… enfermo… no controlo mis pasiones…

 La mujer se agachó frente a él y removió su cabello de la cara mostrando los rasgos indígenas de Inés. Sencillamente sonrió y sopló la luz de la candela para dejar al noble en tinieblas totales, para ser devorado por un ejército de fantasmagóricos niños abusados y asesinados en su sótano quienes obtuvieron tangibilidad suficiente como para satisfacer su sed de venganza en su victimario, el cual emitió alaridos ensordecedores que sólo él y los espectros escucharon en una dimensión de horror y sordidez…

 Los sirvientes y la tercera esposa del conde Carlos del Monte encontraron su cuerpo desnudo y espantosamente torturado y descuartizado en el sótano, empalado por el ano en un rastrillo metálico hasta que le salía por la boca. Parecía que había sufrido incontables horas de dolor según se apreciaba en su rostro.

 No se explicaron como no escucharon a los perpetradores, pero no se extrañaron de que, dados los delitos que había cometido, algún padre ó grupo de padres generara una venganza como esa. Siempre supusieron que moriría de forma similar, pero nunca tan brutal, y gracias a su dinero, la esposa del Conde disimuló los hechos para evitar el escarnio y le proporcionaron un entierro sencillo y tradicional, con ataúd cerrado y obviando los detalles de la muerte.

Carolina, la curtida sirvienta, se encontraba fumando a bocanadas un puro de tabaco que producía una humareda negra, mientras removía la ropa sucia en agua hirviente para lavarla. Se vanagloriaba recordando a la infortunada Inés a la que había odiado desde que la conoció, quizás porque le recordaba a ella misma cuando era igual de inocente, y no pudo tolerar que preservara tal estado. Su sonrisa macabra y torcida se interrumpió por un escalofrío inesperado.

 —¿Ocupada? —preguntó la voz de Inés a espaldas de Carolina. Ésta se volteó y observó a la mujer de pie, justo en un extremo de la cocina.

 —¿Cómo entraste aquí? ¿Y a ésta hora de la noche…? —en verdad era un misterio, porque era muy tarde y no escuchó los pasos de la joven ni el crujir de la puerta al abrirse. —¿Qué quieres?

 —Llevarte directo al infierno, hija de puta…

 Un misterioso pavor estrujó el corazón de Carolina. La mujer que hablaba no era una adolescente inválida como aquella fatídica y cruel noche, sino que ahora mostraba una mirada de odio enloquecido, pero frío, y su sonrisa le distorsionaba el rostro en un gesto sarcástico. Carolina no dudó de las intenciones homicidas de la mujer a su lado, así que aferró el cuchillo de la cocina más grueso que encontró y la retó con un ademán de los dedos de la mano izquierda mientras empuñaba el arma blanca con la derecha.

 Inés se lanzó contra ella como una sombra de bestia feroz, y Carolina reaccionó enterrándole el cuchillo justo en el abdomen. Mientras las manos gélidas de Inés le sostenían los hombros congelándole la piel erizada, emitió un cacareo espantoso como risa.

 —¿En verdad crees que puedes matarme? —le dijo susurrándole al oído— me mataron por dentro aquella noche. Estaba muerta en vida, y para satisfacer mi venganza me ahorqué en uno de los palos que rondan la mansión. Estaba muerta en vida gracias a ustedes, y ahora estoy viva en la muerte.

 Inés, con una fuerza descomunal, empujó a una Carolina aterrada hasta hacerla caer sobre el agua caliente donde estaba la lavando la ropa, y ahogó sus alaridos en las prendas. Luego de que el contenido hirviente se derramó por el suelo, Inés arrastró a Carolina hasta la bodega de las carnes donde habían cegado espantosamente la vida de muchos animales. Allí, ató a la sirvienta ciega y enloquecida por el dolor de las quemaduras, y la despellejó como a un animal, hoyándola y destazándola viva. Abrió las gavetas que contenían la carne del cerdo que acababan de asesinar hace poco, y la tiró, intercambiándola por la carne descuartizada de Carolina.

 A la mañana siguiente, la vieja y gorda doña Dolores sirvió de almuerzo a los patrones una sopa hecha con la carne humana de su compañera muerta. Incluso los sirvientes probaron la carne ya que sobró bastante. Se extrañaron mucho de la ausencia de Carolina a quien buscaron por doquier, pero sólo dos días después se preocuparon realmente. En todo caso, jamás la encontraron.

Para cuando se cumplió un mes del aniversario de aquella noche de horror perpetrada en el cuerpo de Inés —como muchas otras jóvenes indias y pobres antes— los patrones sabían que algo malo sucedía. Sus compinches en el acto fueron desapareciendo y muriendo misteriosamente, y se encontraban notablemente preocupados. Esa noche de aniversario fue oscura, tormentosa, y una lluvia torrencial azotaba las ventanas y producía un rumor hipnótico en los techos, quebrado por los flagelos de los relámpagos. La servidumbre —especialmente la sirvienta raquítica— colocaba los platos de los patrones sobre la espaciosa mesa del comedor, en cuyos extremos se sentaba la pareja.

 —¿Crees que ella… los mató…? —se atrevió a preguntar María del Socorro, rompiendo así el feroz silencio que los había acompañado como una especie de substancial luto.

 —¡Jamás! —respondió su esposo haciendo que la sirvienta flaca se sobresaltara— es una simple india roñosa. Ella no es capaz de… de… —pero Augusto Carvallo fue incapaz de terminar su frase, con el cuero cabelludo atravesado por escalofríos.

 —Hace muchos, muchos años —dijo la voz quieta y sórdida de Inés que apareció misteriosamente entre las sombras de la casa, haciendo parpadear los candelabros. La sirvienta, aterrada, dejó caer la bandeja con la vajilla fina— éstas tierras pertenecieron a una tribu india. Hasta que el renombrado hidalgo don Miguel de Carvallo, duque de Santa Catalina, llegó a ésta tierra ancestral y masacró a los indefensos indios; hombres, mujeres y niños pasándolos por la espada para adueñarse de la hacienda que hoy ha sido heredada a usted, don Augusto. Pero resulta que hoy se cumplen cien años desde aquella masacre infame —mientras decía esto, de entre la tierra lodosa azotada por la tormenta, emergían brazos humanos de espectros, huesudos y fantasmagóricos, unidos a cuerpos de momias con rostros cadavéricos conservados por el odio y la fangosa arcilla del suelo. Gradualmente, cuerpos de cadáveres reanimados por el odio salían de sus tumbas ignominias y se arrastraban pesadamente hasta la mansión. —Hoy conmemoramos entonces dos fechas especiales. Dos cumpleaños teñidos de odio y maldad y venganza.

 Augusto y María del Socorro palidecieron de terror quedándose congelados por el temor, temblorosos e incapaces de creer la pesadilla que acontecía, conforme el sonido de espectros profiriendo alaridos sordos y agónicos incrementaba, hasta que sus miembros momificados golpeaban los ventanales y la caoba de las puertas.

 La sirvienta ya hacía mucho había perdido el conocimiento, y la cocinera, al contemplar por la ventana los rostros putrefactos de ultratumba se escondió histérica en un armario.

 —¡Fue culpa de él! —vociferó María del Socorro en un vano esfuerzo por salvarse de la maldición— él me obligaba a buscarle mujeres. Fue su abuelo el que mató a los indios, no el mío… ¡Mátenlo a él pero déjenme en paz!

 Pero los espíritus fueron inmunes a cualquier razonamiento y sencillamente destrozaron las ventanas y desvencijaron las puertas, introduciéndose lenta y convulsivamente en la mansión, dirigiéndose con sus miradas de rótulas vacías y sus sonrisas de calavera hasta aferrar a los patrones…

 No quedó rastro alguno de los escabrosos eventos acontecidos en la Mansión Carvallo, salvo por los destrozos de la hacienda, las dos sirvientas que quedaron totalmente locas, y la sangre humana fresca encontrada entre las paredes en ángulos que evidenciaban salvajismo horroroso.

 Nunca más fueron vistos los patrones don Augusto Carvallo y doña María del Socorro, aunque la leyenda dice que a Inés aún se le puede ver merodeando por los pantanos de la ahora ruinosa mansión.

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