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Aaron recibió una llamada el lunes, a eso de las seis y media de la mañana. Desayunaba tranquilo en el comedor de su casa en un tranquilo barrio residencial al norte de Menfis, cuando su teléfono comenzó a sonar sobre la mesa. Era un número desconocido.
Pensó en dejarlo, porque no solía responder ese tipo de llamadas, pero entonces recordó que había dado su teléfono a más de veinte personas de la pequeña localidad de Matanza y se apresuró a responder.
— ¿Señor Fitzmore? — pronunció una voz del otro lado, extrañamente familiar.
Aaron Fitzmore se revolvió los sesos para recordar d