Mundo ficciónIniciar sesiónDecido no pensar en él.
Es así de simple. No pensar.
Porque pensar en Nicolás Montenegro es abrir una herida que ya debería estar cerrada. Es recordar cosas que no quiero recordar. Es traer de vuelta el dolor, el vacío, la sensación de ser dejada atrás.
No. No lo haré.
Así que me obligo a concentrarme en lo que realmente importa: mi vida.
Y mi vida sigue.
Con él o sin él.
El bullicio en la plaza principal del pueblo es ensordecedor.
Cada año, la feria de primavera reúne a todos, y esta vez no es la excepción. Los puestos de comida, los juegos mecánicos, los músicos callejeros... Todo es un caos de colores y sonidos.
Siempre me ha gustado este evento. Es una de esas tradiciones que me anclan, que me recuerdan por qué nunca quise irme de aquí.
Sin embargo, hoy siento un peso en el pecho.
Porque por más que intento ignorarlo, sé que él está aquí.
No lo he visto aún, pero lo sé.
Lo siento.
Como si mi cuerpo tuviera una especie de radar defectuoso que lo detecta antes que mi vista.
No debería importarme.
No debería estar buscándolo entre la multitud.
Y, sin embargo, lo hago.
—¡Camila!
La voz de Laura, mi mejor amiga, me saca de mis pensamientos.
—¿Otra vez en tu mundo?
Fuerzo una sonrisa.
—Pensaba en qué quiero comer.
Ella me mira con escepticismo, pero no dice nada.
—Bueno, antes de que decidas, tenemos que pasar por la rifa. Mi madre compró boletos para todo el grupo.
La rifa. Maldita sea.
Cada año, como parte de la feria, el comité organiza una rifa con premios donados por los negocios del pueblo. Nada fuera de lo común.
Excepto por el pequeño detalle de que este año Nicolás ha patrocinado uno de los premios.
No sé qué me molesta más: el hecho de que él esté involucrado en algo del pueblo como si aún perteneciera aquí, o que todos actúen como si fuera normal.
Como si su regreso no fuera una tormenta que amenaza con derrumbar todo lo que con tanto esfuerzo reconstruí.
—¿Vamos? —pregunta Laura, jalándome del brazo.
Suspiro. No tengo escapatoria.
El escenario de la rifa está decorado con flores y listones de colores.
Los organizadores hablan por el micrófono, animando a la gente a comprar más boletos.
Y entonces, lo veo.
M****a.
Está en el escenario, con su pose de estrella de cine y esa maldita sonrisa que siempre lo ha caracterizado.
Las mujeres del público lo miran embobadas. Algunas adolescentes incluso le toman fotos como si fueran paparazzis.
Y él, claro, está acostumbrado.
Está en su elemento.
Se me revuelve el estómago.
—Creo que mejor me voy —digo en voz baja.
Pero Laura me agarra del brazo antes de que pueda moverme.
—Oh, no. Te quedas.
—No tengo por qué...
—Camila.
La forma en que me mira me deja claro que sabe.
Sabe que quiero huir.
Sabe por qué.
Y, por eso mismo, no me suelta.
Maldición.
Los premios comienzan a anunciarse.
Y, cuando llega el turno del premio de Nicolás, el micrófono le es entregado.
—Buenas noches, pueblo —saluda con esa voz que conozco demasiado bien.
La gente aplaude, emocionada.
Yo, en cambio, me quedo quieta, con el corazón en la garganta.
Nicolás sonríe, encantador como siempre.
—Estoy feliz de estar aquí, en casa —dice, y a mí me dan ganas de reírme.
¿En casa?
No me hagas reír, Nicolás.
Él sigue hablando, pero yo dejo de escucharlo.
Porque en un momento, sus ojos escanean la multitud…
Y se detienen en mí.
El tiempo se congela.
Siento su mirada como un puto roce en la piel.
Como un incendio.
Como si todos estos años no hubieran pasado.
El mundo sigue girando, la gente sigue aplaudiendo, las luces siguen parpadeando.
Pero en mi mente solo hay él.
Y entonces, el momento se rompe.
Nicolás desvía la mirada.
Y yo respiro de nuevo.
Pero, joder, no lo suficiente.
Más tarde, cuando la rifa ha terminado y la música inunda la plaza, intento convencerme de que estoy bien.
De que no pasó nada.
De que no sentí nada.
Pero entonces, mientras camino entre la multitud, sucede lo inevitable.
Chocamos.
Literalmente.
Su cuerpo contra el mío.
Su mano en mi brazo, sujetándome por inercia.
El contacto es un maldito shock eléctrico.
Su calor.
Su proximidad.
Su olor, mezcla de madera, whisky y algo que es tan Nicolás que duele.
Levanto la mirada y sus ojos están ahí, atrapándome.
Demasiado cerca.
Demasiado.
—Camila...
Su voz es un susurro.
Mi corazón es un maldito tambor.
Quiero apartarme.
Quiero gritarle.
Quiero todo y nada al mismo tiempo.
Pero solo consigo quedarme quieta.
Él tampoco se mueve.
Y, por un segundo, me parece que tampoco respira.
Finalmente, doy un paso atrás.
Su mano se desliza de mi brazo, dejándome con la piel ardiendo.
—Lo siento —murmuro, sin mirarlo.
Y me voy.
Porque si me quedo un segundo más…
No sé qué voy a hacer.
O peor aún…
No sé qué voy a sentir.
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