—¡Padre! —Luther escupió la palabra como veneno, ojos ardiendo de rabia mientras se clavaron en David—. ¿Te atreves a levantar tu mano contra mí por esta mujer inútil?
—Basta, Luther —gruñó David, su voz firme pero cargada.
Gentilmente, estabilizó a Priscilla, ayudándola a recuperar el equilibrio. El conflicto lo desgarraba desde adentro: Luther era el niño que había criado, sangre o no sangre, un hijo que había querido a pesar de cada traición que su madre infligía.
David había jurado nunca culpar a los hijos por los pecados de los padres.
Pero ahora, enfrentado con la furia retorcida de Luther, sintió su resolución vacilar.
—Nunca me has gritado —siseó Luther, un animal herido gruñendo traición—. Nunca levantaste tu puño. ¿Pero ahora, por culpa de ella, todo cambia? ¿De repente no soy nada para ti?
—Escucha cuidadosamente —dijo David entre dientes apretados, luchando desesperadamente contra la tormenta dentro de él—. Hay mucho que aún no entiendes. Solo vete a casa, cálmate, y esta n