Jericho Kane no podía dormir.
La ansiedad lo carcomía implacablemente, retorciendo su estómago en nudos.
Había advertido explícitamente a su piloto de helicóptero que evitara cualquier confrontación con Álex, rezando silenciosamente que no hubiera surgido ningún problema.
Pero en ese mismo momento, un rugido violento perforó el aire nocturno—el trueno inconfundible de aspas de helicóptero cortando la oscuridad.
Su pulso se aceleró mientras corrió afuera.
El helicóptero descendió pesadamente sobre la plaza, enviando polvo y hojas en espiral caótico.
El piloto salió tambaleándose, su cara fantasmagóricamente pálida, ojos abiertos con terror.
—¿Qué pasó? ¿Dónde está el Señor Álex? —exigió Jericho urgentemente, agarrando el hombro tembloroso del piloto.
El piloto luchó por formar palabras, cada una ahogada en pánico.
Mientras más escuchaba Jericho, más su sangre se enfriaba, un pavor profundo asentándose sobre él como una niebla sofocante.
—Prométeme que mantendrás todo lo que has visto es