Un año después.
—¡Mamá! ¡Rápido, mira! ¡Mira esas olas gigantescas!
César, de dieciocho años, corría por la playa, el sol iluminando su piel saludable. La brisa alborotaba su cabello, y su risa resonaba, clara como el sonido de una campana.
—¡Cuidado! ¡No corras tan rápido! —reí, persiguiéndolo con el protector solar.
—Mamá, ¿podemos ir a hacer esnórquel? —César señalaba emocionado el arrecife de coral a lo lejos— ¡Quiero ver tortugas marinas!
—Claro, cariño —lo ayudé a ponerse protector solar—. Pero ten cuidado, no nades demasiado lejos.
—Lo sé —César asintió obediente, luego de repente me abrazó—. Mamá, gracias por traerme a Hawái. Es tan hermoso aquí.
Le acaricié suavemente el cabello. —Niño tonto. Este es el lugar al que siempre quisiste venir.
—¡Sí! —César se soltó y comenzó a correr sobre la arena nuevamente—. Mamá, cuando aprenda a surfear, te enseñaré, ¿está bien?
—Está bien... —observé su sonrisa brillante y soleada, y las lágrimas comenzaban a acumularse en mis ojos.
—¿Mamá?