Lucía cargó con su gran bolso y se marchó.
Mateo no fue tras ella, y ella no esperaba que lo hiciera.
Con Camila a su lado, ¿cómo iba a prestar atención a alguien más?
Cuando Lucía terminó de vender todo, ya había anochecido.
Era el Festival de los Faroles, y todos los hogares estaban llenos de bullicio y alegría.
Lucía no quería sumirse en la autocompasión, así que fue a un bar que siempre le había gustado pero nunca había visitado.
La decoración era artística y bohemia. Se lo había mencionado a Mateo una vez, y él dijo que «ese tipo de lugares no eran para gente decente».
Al entrar, notó que el bar no era ruidoso como otros. La música tranquila le daba un ambiente íntimo.
Eligió una mesa en un rincón. Apenas se sentó, un presentador subió al escenario, golpeó el micrófono y pidió silencio.
—¡En este día tan especial, tenemos a un invitado muy especial! ¡Todos demos la bienvenida!
Entre aplausos, una figura apareció desde detrás del telón.
Era un rostro que Lucía conocía demasiado bien.
Camila sonrió con dulzura al público. Al ver a Lucía, vaciló por un instante, luego sonrió aún más brillante y dijo: —Hola a todos, soy Camila. Hace un año era la cantante residente de este lugar, y también fue aquí donde conocí al amor de mi vida.
Su mirada se dirigió hacia Mateo.
Un foco de luz siguió su mirada.
Uno en el escenario, el otro en el público, mirándose a distancia como los amantes más destinados y enamorados.
La gente comenzó a vitorear. El presentador invitó a Mateo a subir.
Daniel lo empujó aplaudiendo.
El hombre, usualmente impasible, mostraba ahora una timidez juvenil y rubor en sus mejillas.
Lucía, acurrucada en su rincón, observaba tranquilamente el espectáculo en el escenario.
Ella, su legítima esposa con certificado de matrimonio, se sentía como una espectadora accidental de su felicidad.
—Mateo, gracias por ayudarme aquella vez. Mi corazón nunca ha cambiado —dijo Camila con los ojos brillantes, como si estuviera a punto de llorar.
Los ojos de Mateo se llenaron de conmoción. Alargó la mano para enjugar sus lágrimas.
—¡Que se besen! —¡Un beso!
Los vítores eran cada vez más fuertes.
Camila miró con arrogancia a Lucía.
En este día de reunión tan especial, su marido y su hijo, en un lugar público, no rechazaban ni negaban el cariño de otra mujer.
Qué patético.
Lucía bajó la mirada y bebió de un trago el contenido de su copa.
Mientras todos vitoreaban y celebraban el amor, se levantó en silencio.
En el escenario, Mateo miraba a Camila, idéntica a la de sus recuerdos, pero por alguna razón, vio el rostro lleno de aversión que Lucía le había mostrado esa mañana.
En su momentáneo distraimiento, vislumbró una figura familiar en el rabillo del ojo.
¿Lucía? ¿Qué hacía ella aquí?
¿No le había dicho que no frecuentara este tipo de sitios?
Justo entonces, vio a un hombre con aspecto sospechoso siguiéndola.
Sin pensarlo, bajó del escenario y corrió hacia la entrada.
Mientras tanto, Camila, inmersa en la dulce venganza y los focos, estaba segura de que esta vez lo conseguiría. Pero él vacilaba, sin dar una respuesta clara.
Iba a presionarlo cuando, de repente, Mateo bajó del escenario y salió corriendo sin decir una palabra.
¿Iba a perseguir a Lucía?
¿Por qué? ¡Si la atmósfera entre ellos era perfecta!
La rabia inundó a Camila, que corrió tras él.
El público, entre murmullos, no entendía qué pasaba.
El viento nocturno era frío. Lucía se ajustó el abrigo. El alcohol le ardía en el estómago.
No estaba acostumbrada a beber, y sentía la cabeza mareada. A los pocos pasos, todo empezó a dar vueltas.
Se detuvo, apoyándose en la pared para recuperarse.
—¿Sola, cariño? —sonó una voz desconocida.
Lucía, alerta, se volvió y se apartó.
El hombre, con una gorra que le ocultaba el rostro, intentó agarrarla.
Ella forcejeó, pero el desconocido era sorprendentemente fuerte.
—¡Lucía! —Era la voz de Mateo.
Olvidándose ya del divorcio, gritó: —¡Mateo! ¡Ayúdame!
El agresor se sobresaltó y flaqueó.
Pero entonces, otra figura apareció detrás de Mateo.
—¡Ay! —Camila cayó al suelo, sosteniéndose el tobillo. —Mateo, me duele mucho... —lloró con lágrimas de cocodrilo.
—¡Papá! ¡La tía Camila se ha torcido el pie! —gritó Daniel con ansiedad—. ¡Llévala al hospital!
El agresor recuperó instantáneamente la confianza y apretó la muñeca de Lucía, desafiando a Mateo.
Cualquiera con sentido común sabía qué situación requería más urgencia.
Lucía clavó la mirada en Mateo.
Él, con el rostro desgarrado por la indecisión, finalmente se volvió, cogió en brazos a Camila y le gritó a Lucía: —¡No tengas miedo! ¡Llamaré a la policía!
—¡Es una bruja! ¡Papá, déjala! —vociferó Daniel con rabia.
Los tres se desvanecieron en la oscuridad de la noche.
Lucía se quedó paralizada, incapaz de creerlo.