Un año. Un año exacto desde que el aire de Medellín se volvió demasiado pesado para respirar, demasiado cargado de verdades a medias y promesas imposibles. Un año desde que la decisión, dolorosa y necesaria, me empujó a este nuevo amanecer. Aquí, en un modesto apartamento parisino, la luz de la mañana se filtra por las cortinas delgadas, pintando franjas doradas sobre el suelo de madera y sobre la piel bronceada del hombre a mi lado.
Me despierto lentamente, no por la alarma, sino por la suavidad del edredón de lino y el calor familiar que emana de su cuerpo. Permanezco inmóvil, observándolo. Su cabello oscuro, revuelto por el sueño y la pasión de la noche, se esparce sobre la almohada. Una de sus manos descansa, abierta y relajada, sobre mi cintura, un ancla cálida que me sujeta a este instante de perfecta felicidad. Recuerdo la risa compartida, los susurros en la oscuridad, la forma en que nuestras pieles se fundieron hasta que el cansancio nos venció. Fue una noche