El símbolo —el sol que lloraba sangre— no era solo una imagen. Era una presencia. Se instaló en la estancia como un fantasma, invisible pero omnipresente. El juramento de muerte de Elio, una Vendetta que trascendía la simple guerra, había envenenado la victoria que creían haber conseguido. La brillante jugada mediática contra Blandini parecía ahora una pelea de niños en el patio de recreo, insignificante ante la sombra de un exterminio prometido.
Florencio sintió un tipo de miedo que no había conocido antes. No era el miedo del soldado en la batalla, ni el del político ante el escándalo. Era un miedo atávico, profundo. El miedo a un cazador que no seguía reglas humanas, que no buscaba ganancias, sino la aniquilación total de su sangre, de su apellido, de su memoria. La guerra de su padre, la que había heredado y despreciado, acababa de convertirse en la su