Rocco la dejó frente a una enorme puerta de metal.
— Vamos entra, no tengo todo el puto día.
zafiro estaba acostumbrada a sentir miedo. A enfrentar situaciones dolorosas que hubiesen fragmentado a la mayoría de las mujeres, pero allí de pie. Frente a aquella puerta, rodeada de campo y silencio sintió un pavor que no conocía.
— No sirves para nada! — exclamó Rocco molesto.
Haló la puerta con fuerza y está se abrió con un chirrido insoportable.
— Entra. — ordenó sacando de nuevo la navaja.
Zafiro caminó. La puerta chirrió de nuevo a sus espaldas y la oscuridad la envolvió por completo.
Se abrazó a sí misma y echó a andar hacia la luz al final de la madriguera oscura. Sentía voces y pasos a lo lejos. No sabía si tomarlo como una buena o mala señal, pero siguió andando.
Al final del pasillo, en el centro de la habitación había una silla, debajo de una luz amarilla.
— Siéntate. — dijo una voz un tanto familiar.
Zafiro titubeó.
— Vamos pequeña, no me digas que ahora te asu