Pero ya le había entregado el teléfono a Antonio. A su lado, Marta también estiraba el cuello con curiosidad.
En poco tiempo, el rostro de Antonio se fue ensombreciendo y los ojos de Marta mostraban cada vez más asombro.
—Claudia... —Marta miró a su hija en la cama, tartamudeando—. Esto... tú y María, ustedes...
Antes de que terminara, Antonio se volvió gritando: —¡Claudia! ¡Explícame qué pasó anoche exactamente!
—Yo... anoche, yo... —Claudia, con cara compungida, apenas podía articular palabra.
Antonio, furioso, se acercó a grandes pasos a la cama y le puso el teléfono frente a los ojos: —¡Mira lo que hiciste! ¡Tú pusiste la droga y nos mentiste a todos!
—¡No es cierto! —gritó Claudia llorando—. ¡No les mentí! ¡Nunca dije que fue ella... fuiste tú quien lo pensó, no es mi culpa!
Luego me miró, descargando su ira en mí: —¡María! ¡Ya recibí mi castigo, ¿por qué vienes a humillarme más?! ¿Quieres empujarme a la muerte?
Fruncí el ceño y respondí con inocencia y calma: —Antonio me obligó.