Capítulo 2
Desde aquel día, me tildaron como la traidora, la que había vendido a su mejor amiga, la que la había entregado sin pestañear.

Ni siquiera casarme con Elías o darle un hijo logró borrar esa mancha.

Y no quedó ahí. Elías le contó su propia versión de la historia a Iván durante años, llenándole la cabeza de mentiras, poco a poco, volviéndolo contra mí.

Iván, tan listo, tan perceptivo... absorbió cada palabra como si fueran verdad. Y se las creyó.

Ahora lo veía en sus ojos. Solo había odio crudo, puro y sin matices. Como si yo fuera un monstruo.

—Eres una mala mamá—me soltó entre dientes—. Arruinaste la vida de la señorita Lía. Si no fuera por ti, ella sería mi mamá, no tú.

Las palabras me arrancaron el aire. Sabía que prefería a Lía, pero escucharlo decirlo en voz alta... fue otra cosa.

Me temblaron las manos.

—¿Quién te dijo eso?

Cruzó los brazos, con los labios apretados en un gesto obstinado.

—Nadie. Yo lo entendí solito. Quiero que la señorita Lía sea mi mamá.

Me volteé a mirar a Elías. Los ojos me ardían. Un niño de siete años no puede llegar a esas conclusiones por sí solo. Alguien se las tenía que haber enseñado.

—Lía solo piensa que... si nada de eso hubiera pasado —murmuró él, evitando mi mirada—, me habría casado con ella en lugar de contigo.

Antes, habría discutido con él, habría exigido explicaciones. Pero ya no. Ya no necesitaba preguntar. La respuesta siempre había sido la misma. Siempre había sido Lía, y siempre sería ella.

Yo había sido la primera. Yo salía con Elías cuando lo presenté con Lía. Yo los había unido.

Entonces... ¿por qué ella pensaba que él debió haber estado con ella desde el principio?

***

Pero nada de eso importaba ya.

Lo que Iván pensara de mí como madre, ya no me interesaba.

Estaba harta. Ya no soportaba ser siempre la mala en una historia en la que nunca hice nada malo.

Caminé hacia la puerta. Solo me detuve un segundo, para mirar por última vez ese lugar al que alguna vez había llamado hogar, y mi voz sonó fría, sin emoción cuando dije:

—Avísale a mi abogado cuando firmes. Me quedaré en el casino de mi familia hasta que todo esté resuelto.

El rostro de Elías cambió. Finalmente, el pánico apareció en su mirada.

No esperaba que me fuera de verdad. Seguro pensaba que era uno de mis arrebatos, que me enojaría, lloraría y al final lo perdonaría, como tantas otras veces. Unas disculpas vacías, un regalo sin sentido, y asunto resuelto.

Se lanzó hacia mí, tal vez para detenerme o para decirme algo que le diera más tiempo. Pero no alcanzó a decir nada, porque justo en ese momento, como si el destino lo hubiera planeado, la puerta se abrió y ella entró.

Lía.

La misma a la que le había dejado claro que no quería volver a ver en mi casa.

Pero ahí estaba, sonriendo como si llevara una corona, parada en el umbral como si ya fuera dueña de todo lo que había detrás de mí.

—¿Ya te vas, Olivia? —me preguntó con dulzura.

Antes de que pudiera contestar, Iván corrió a sus brazos como si fuera el mejor momento del día.

—¡Lía! —exclamó con alegría—. ¿Qué haces aquí?

Yo solo los miré. A los dos. A su pequeña escena de reencuentro, tan ensayada, tan perfectamente medida.

Y entonces lo recordé.

Una Navidad, hacía años, en la finca de los padres de Elías.

La primera que pasé con su familia después de la boda. Pensé que sería la ocasión ideal para demostrarles que estaba dispuesta a encajar con él. Nunca aprobaron nuestro matrimonio, pero tenía la esperanza de que esa celebración marcara un nuevo comienzo. Un borrón y cuenta nueva.

Pero, al llegar, a la primera persona que vi fue a Lía.

Ya estaba instalada, moviéndose por la casa como si fuera suya. Repartía copas de vino, servía platos, se reía con los padres de Elías como si ella fuera su esposa.

Esa noche lo intenté. Dios sabe que lo intenté. Sonreí, elogié la comida de su madre, me ofrecí a ayudar en la cocina. Apreté los dientes, me mantuve cordial, y traté de encajar.

Pero nada fue suficiente.

Porque en mitad de la cena, Lía se cayó de forma aparatosa y dramática. La sopa se derramó por todo el piso, el vino manchó su vestido como si fuera sangre, y todos me miraron a mí, como si no hiciera falta preguntar.

—¿Por qué tienes que convertir todo en un espectáculo? —me escupió la madre de Elías entre dientes—. Lía solo quería ayudar. Por Dios, Olivia... ojalá no hubieras venido. Siempre arruinas todo.

Nadie se detuvo a preguntar qué había pasado. Nadie notó la quemadura en mi brazo por la sopa hirviendo. Solo supusieron lo que les dio la gana y me juzgaron.

Lía hizo lo que mejor sabía hacer: puso cara de inocente, los ojos grandes y la voz suave, cargada de esa culpa envenenada tan suya:

—No la culpen... fui yo. Fueron mis manos, torpes como siempre.

Iván lo vio todo. Me vio pasar junto a ella. Supo que no la había tocado. Y, aun así, me señaló.

—Eres muy mala —me gritó, abrazándose a Lía—. ¿Por qué la empujaste?

Mintió por ella, por su adorada Lía.

Jamás olvidaré lo que vino después.

La madre de Elías se me echó encima como un rayo y me abofeteó con fuerza.

—Eres una maldición —escupió—. A donde vas, siempre traes desgracias. Te dije que no vinieras. Y ahora mira lo que hiciste en un día tan feliz.

Volví a explicarme. Como tantas veces antes.

—Yo no la empujé. Ella se resbaló. Es más, estoy segura de que se tiró sola.

Se rieron en mi cara.

—Claro —dijo la madre de Elías, entrecerrando los ojos—. ¿Y para qué querría hacer algo así? ¿Para destruirte? ¿Por envidia? ¿Para llamar la atención? Vamos, Olivia.

Y entonces, llegó la sentencia final.

—Aquí no eres bienvenida. Vete.

Incluso el padre de Elías, que siempre había sido el más neutral, alzó la voz:

—Aquí no recibimos a mujeres fuera de sus cabales. Aprende a comportarte y quizá entonces volvamos a hablar.

Recuerdo el golpe del aire helado cuando salí corriendo. Las manos temblorosas. El rostro ardiendo de vergüenza.

Nadie salió detrás de mí.

Nadie me siguió.

Me quedé de pie sola, en medio de la nieve, mientras dentro de la casa, a través de las ventanas empañadas, veía lo que siempre había estado claro.

Lía, sentada en el sofá, interpretando su papel de víctima con absoluta perfección, mientras la madre de Elías le aplicaba crema en el codo, como si cuidara de una delicada muñeca. Elías estaba a un lado, con Iván en las piernas, quien la miraba como si fuera el centro del universo.

Parecían una familia.

Y yo... yo nunca había tenido lugar allí.

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