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167. Mimarie en casa

Después de beber un vaso de limonada y de abrazar fuerte a Martha, me despido con la promesa de volver pronto. El peso en el pecho sigue ahí, aunque trato de caminar erguida, como si la firmeza en mis pasos pudiera sostener también la de mis pensamientos.

De vuelta en la oficina, nada parece fluir. No es solo el recuerdo de Martha y su llanto el que me carcome; es también ese oso de peluche blanco que Gabriel me regaló. Permanece intacto sobre la mesita junto al archivador, con sus ojitos de cristal mirándome, como si supiera demasiado. No sé qué hacer con él. No puedo llevarlo a casa, tampoco quiero tirarlo. Así que, por ahora, lo dejo ahí, custodiando mis silencios.

La jornada avanza lenta, como si el reloj se burlara de mi ansiedad. Y al llegar la noche, regreso a mi apartamento con la esperanza de encontrar algo de paz. Me sumerjo en la bañera, dejando que el agua tibia me envuelva, intentando arrancarme el cansancio y la angustia. Cierro los ojos, respiro hondo. Pero ni el vapo
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