42. Manzanas y frutos secos
Las luces del árbol de Navidad parpadean sobre el papel brillante de cada regalo, y en los ojos de Dimitri hay un destello de ilusión y una pizca de impaciencia, como si no pudiera esperar a ver mi reacción. Aquí debe de haber más de diez obsequios, y, al parecer, todos son para mí.
Supongo que Dimitri no conoce como una monja acostumbra a vivir su vida. Los votos de pobreza me enseñaron a no poseer más de lo necesario y a enfocarme en ayudar a los más necesitados. En mi vida nunca ha habido espacio para lujos, y por eso tampoco he reclamado la parte de la herencia familiar que podría haber exigido. Nunca me verán esparciendo riquezas por donde pase; no fui criada para eso. Soy una mujer sencilla, humilde, y aunque ya no soy monja, hay cosas buenas de aquella vida que quiero conservar.
—Dimitri, yo no puedo aceptar todo esto, yo...
—Alto ahí —me interrumpe, levantando una mano en señal de stop—. Dije que todos estos regalos eran tuyos… pero no para ti.
—Espera… ¿Qué?
—Me tomé el tiempo