MartinaLa lluvia caía como una sentencia, un velo de agujas frías que calaba mi abrigo y enturbiaba los contornos del pueblo. Aun así, no podía apagar la furia que me ardía en el pecho. Clara y Leonardo se nos habían escurrido otra vez, desapareciendo de la pensión La Luna como humo entre dedos temblorosos. Bruno había fallado. Su rabia era como una herramienta oxidada: letal, pero inútil si no se usaba con precisión.Me apoyé en el capó aún tibio de mi auto. Sentí el calor disiparse lentamente bajo mis manos húmedas mientras miraba el letrero de neón de la pensión parpadear con desesperación bajo la tormenta. Estaban cerca. Lo sabía. No era intuición: era certeza. Una punzada eléctrica me recorría la nuca, como si pudiera oler el miedo de una presa agazapada.El teléfono vibró. Alonso. Contesté con un gesto automático, casi sin pensarlo.—¿Dónde estás? —Su voz era cortante, cargada de la misma obsesión que ambos compartíamos: él quería a Clara lejos de Leonardo, como yo quería a Leo
ClaraEl reservado del bar olía a madera vieja, cerveza derramada y sudor contenido. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas con una furia que no cedía. La lámpara sobre la mesa parpadeaba, como si supiera que algo estaba a punto de romperse. Leonardo tenía la mandíbula apretada, sus ojos saltando entre la puerta y el reloj cada dos minutos, como si esperara un disparo.—¿Crees que no se dieron cuenta de que llamamos a la policía? —pregunté en voz baja, el estómago encogido.No respondió de inmediato. Su mirada escaneaba el local, buscando algo más allá del ladrillo húmedo.—Bruno es impulsivo. Si alguien le dijo, vendrá rápido. Y no vendrá solo a mirar.Me pasé una mano por la nuca, húmeda por el calor y los nervios. Mi teléfono vibró en el bolsillo de mi chaqueta, un zumbido que me heló. Era el mismo número desconocido que me había advertido que saliéramos de la gala, diciéndome que llamara a la policía, que nos estaban siguiendo. “El Toro, ayúdennos”, solo pude susurrar cuando entr
El auto era una jaula de cuero húmedo y furia contenida. La lluvia martillaba el parabrisas con insistencia, como si quisiera quebrarlo a fuerza de pura rabia. Desde nuestra posición, a media cuadra del bar El Toro, el letrero de neón zumbaba con un brillo herido, su luz roja y azul manchando el asfalto como un hematoma en carne viva.Alonso tamborileaba los dedos sobre el volante. Sus nudillos, tensos como alambre, delataban el temblor que su fachada de amigo leal ya no podía contener. A su lado, yo permanecía recostada, el cuchillo en mi bolso palpitando como un corazón extraño, un recordatorio de que esta vez, Leonardo no se me escaparía.—Ya están atrapados —murmuré, con una sonrisa que cortaba—. Tus hombres los cercaron en el callejón. No hay salida esta vez.Alonso me lanzó una mirada rápida. En sus ojos oscuros brillaba algo más que alivio: era hambre. Hambre por Clara, por su imagen de salvador, por ser el refugio al que ella acudiría con los ojos nublados de gratitud.—No pue
LeonardoLa luz fluorescente de la comisaría zumbaba sobre mi cabeza como un enjambre furioso. Me taladraba el cráneo. Estaba sentado en una silla de plástico duro, las manos esposadas sobre la mesa. Un corte en la ceja aún goteaba, la sangre caliente se escurría por mi mejilla. Cada sonido —el crujido de botas, el murmullo de radios, el portazo lejano de una celda— me arañaba los nervios. Pero lo que de verdad me destrozaba por dentro era no saber dónde estaba Clara.—¿Nombre completo? —preguntó el policía. Bigote gris, ojos muertos. Garabateaba sin mirarme, como si esto fuera solo otra noche más.—Leonardo Leiva San Martín —respondí. Voz ronca, la garganta seca desde el bar. Aún podía sentir el golpe de Bruno estampándose en mi mandíbula, su risa en medio del caos. Pero más nítido era el cuchillo en la mano de Clara: temblorosa, sí, pero firme. Y las sirenas. Las putas sirenas salvándonos por un pelo. Habíamos sobrevivido. Por ahora.El tipo alzó una ceja sin levantar la vista.
AlonsoEl taller era un mausoleo de máquinas rotas bajo una bombilla que parpadeaba como un pulso moribundo. La lluvia seguía golpeando el tejado de chapa, el aire viciado solo lograba acentuar mi dolor de cabeza. Estaba de pie junto a una mesa cubierta de herramientas sucias, los puños apretados, mientras Martina, apoyada contra un auto desmantelado, encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Frente a nosotros, los dos hombres que debían haber secuestrado a Clara y Leonardo —Raúl y Diego— mantenían la cabeza gacha, sus chaquetas empapadas goteando en el suelo de cemento.—Desaparezcan —ordené, mi voz cortante, apenas conteniendo la furia que me quemaba el pecho—. Salgan del pueblo. Ahora. Nada de llamadas, nada de visitas. Si alguien los ve, estamos acabados.Raúl, el más alto, asintió sin mirarme, sus manos nerviosas jugueteando con un trapo sucio. Diego murmuró algo sobre el pago, pero una mirada mía lo hizo callar. No había espacio para errores. No después de que las sirenas de
LeonardoLa habitación del hospital era un cubo de paredes blancas sucias, la lluvia rugiendo contra la ventana como un eco de furia lejana. Clara estaba sentada en la camilla, el hematoma en su mejilla oscureciéndose bajo la luz pálida. El vendaje en su muñeca era un recordatorio desnudo y brutal de la noche en el bar. Yo, apoyado contra la pared, sentí el latido sordo del corte en mi ceja, la sangre seca tirando de la piel como una costura mal cerrada. Las esposas ya no estaban, pero el encierro seguía apretándome el pecho. El fiscal Altamirano había prometido volver pronto. “Declaraciones completas”, había dicho.En esta caja de frío y silencio, solo estábamos Clara y yo, atrapados entre lo que sabíamos y lo que aún no nos habíamos atrevido a decir. Me miró. Sus ojos verde grisáceo brillaban con una determinación que me erizó la piel, como si estuviera a punto de romper algo irremediablemente frágil.—Leonardo —dijo, su voz apenas un hilo tenso—. Tengo que contarte todo. Antes de q
JulietaCuando llegué al aeropuerto de Heathrow, el verdadero peso de mi bolso no estaba en la ropa ni en el neceser apretado, sino en el viejo cuaderno que llevaba dentro. Sus páginas arrugadas, llenas de tachaduras y garabatos, eran cicatrices que hablaban de noches en vela, de teorías a medio formar, de un rompecabezas cuyas piezas nunca terminaban de encajar. Pero hubo una que jamás vi venir: Alonso.Con su sonrisa medida y voz melosa, me manipuló como si fuera una novata. Y yo, que solía ver tras las máscaras ajenas, lo dejé hacer. Una rabia sorda me ardía en la garganta cada vez que recordaba su tono dulce, sus palabras suaves como terciopelo… y cargadas de veneno. Si algo le sucedía a Leonardo, jamás podría perdonármelo.Él no era solo un amigo. Era mi hermano en todo, menos en sangre. Lo había visto reír hasta las lágrimas por un chicle pegado al zapato, llorar en silencio frente al diagnóstico devastador de un niño… y sostenerme la mano cuando perdí a mi madre. Compartimos si
ClaraPor primera vez en semanas, el mundo parecía haberse detenido. No había sirenas, no había sombras acechando en las esquinas, no había mensajes crípticos quemándome los bolsillos. Los días después de lo ocurrido en el pueblo eran un respiro frágil, como el silencio entre dos truenos. Me aferraba a esa calma con los nudillos blancos, sabiendo que era una mentira disfrazada de tregua. La paz no dura cuando llevas un cuaderno como el mío. Sus páginas, llenas de verdades a medias y mentiras que podrían destruirnos a todos, latían como un segundo corazón en mi bolso. A veces creía oírlo susurrar, como si exhalara advertencias.El pueblo había sido un torbellino: la huida, el enfrentamiento con Bruno, sus ojos encendidos de rabia mientras lo arrestaban. Pensé que ahí terminaba. Que con él tras las rejas, Leonardo y yo podríamos respirar, aunque fuera un instante. Pero la calma era una ilusión, y lo sentía en los huesos, una tensión constante en la nuca que no me abandonaba. Alonso y Ma