LA HERENCIA DE GABRIEL

…hablan de riquezas y miserias con una frescura que espanta a cualquiera…

Mi nombre es Gabriel. Soy hijo del rey Diego y de la reina Lionela. Vivo en paredes doradas que dan calor en invierno y congelan en verano. Acá las nubes son mis aliadas, y el sol besa con una ternura que asciende y desciende según el antojo.

Hace varias lunas atacaron el fuerte. Sé que muchos dieron la vida por la patria que papá defiende, y no puedo sentir más que envidia por esos sujetos.

Tengo 25 años, aunque entiendo poco eso del tiempo. Seguido escucho que mamá discute con papá por temas parecidos, y yo comprendo nada. ¿Qué más da hacerlo ya o esperar? Papá seguido le responde, y yo concuerdo con él. ¿Quién no concuerda con su padre?

Mi confusión aumenta cuando descubro a los trabajadores anhelar la hora que papá maldice. ¿Por qué? ¿A caso el tiempo gira diferente para quienes quiero? Seguro que sí. Las palabras que el abuelo me regaló antes de partir con papá Dios confirman mis sospechas…

…esos hombres hablan de riquezas y miserias con una frescura que espanta a cualquiera. Algún día te tocará pisar el infierno, y entonces todo cambiará. Todo mejorará. Por ahora, hemos de conformarnos con la bendiciones que le otorgas a tus padres…

Evidentemente soy pieza importante para el mundo. Como todos, pero con acento especial. Así lo dice el rey. ¿Qué digo el rey? así lo dice papá.

Un crujido fuerte retumba allá afuera, y el cielo se ilumina con colores indescriptibles. Llega el olor a gloria… ¡llueve! Los trabajadores se quejan, y nosotros sonreímos. En verdad son raros esos tipos.

Han pasado treinta años desde el último escrito. Hoy puedo contarles hasta los días, horas, minutos y segundos. Narrar con total exactitud la amargura del trabajador y la desfachatez de mi padre, es otro raro privilegio con el que cuento.

Aquella tarde de abril en la que todo reventó, abrí los ojos. Descubrí a los amigos, al amor, la verdad, la fortuna y la alegría. Rostros conocidos mas nunca comprendidos. Luego hallé al enemigo, al odio, la mentira, la desgracia y la tristeza. Confieso haber adquirido tal conocimiento de la peor manera. Mi padre era el enemigo, y el pueblo le odiaba por sus mentiras, desgracias y tristezas. Yo era su hijo, y a pesar de todo, el pueblo acabó por contagiarme.

Pareciera que fue ayer cuando reposando en mis aposentos escuché el llanto de mi madre. Se entregaba al peor de los dolores, mientras sostenía entre sus menudos y blanquecinos brazos al hombre de su vida. Un hombre ya sin vida.

¿Qué se supone que debería hacer? o mejor dicho, ¿qué se supone que debería de sentir? Supongo que de tener la segunda respuesta la primera caería por su cuenta. ¿O no?

Me enredaba entre culpas y dudas con la misma voracidad de aquellas sabanas blancas que entraban en perfecta comunión con la sangre de mi padre.

¿Ya no abriría más los ojos? Evidentemente no. Para desgracia de mi madre, ella estaba enamorada de papá. Los enamorados no le entienden a la lógica. Ni a la razón. Ni a la vida. Por eso se aferró a la voz guarrantosa de Maximiliano, quien de inmediato detectó el fallecimiento.

¡El rey Diego ha muerto!, presumían los diarios en infierno y cielo, mientras la gente murmuraba cosas sobre un futuro que desconocía. No sabía si el fuerte volvería a lucir fuerte, ni si la línea entre infierno y cielo retomaría su grandeza. Conocía nada, y ellos parecían entenderlo todo. Tocaba hacerlas de rey.

Tanta era mi inocencia, que llegué a nombrar malagradecidos a quienes no soportaban los maltratos de papá. Tan poco entendía, que desconocía los efectos del poder. Esos por los cuales hoy cargo una cruz en los hombros mientras la corona de espinas me deja sin sangre, sin vida y sin aliento. Mas justo he de ser, y admito que ese lo perdí desde hace tiempo, en brazos de Armenia.

Todo comenzó en aquella tarde de abril, cuando los trabajadores se le rebelaron a mi padre y lo asesinaron sin piedad. Yo pude escapar, o mejor dicho, me obligaron a hacerlo sin que yo lo deseara.

Jamás olvidaré mi primera impresión del infierno. Era una sombra que brillaba, un temor que protegía con el cariño que en cielo jamás hallé. Ahora entiendo por qué. Recuerdo a aquel hombre ciego que me ofreció la única moneda que reposaba en su cuenco, y mi desprecio al empujarlo hacia la nada. En mis memorias también están aquellas damas que contentas me abrazaban mientras yo las ignoraba. Va el hambre del niño y el llanto de las bestias; la noche que sonreía y el sol que le envidiaba. Ellos eran infelices, pero al menos existían. Yo solo estaba para mí, que no es más que otra forma de justificar mi ausencia perpetua.

¡Afrontemos el misterio!, recuerdo haberle gritado al ciego dos noches después, cuando me preguntó por qué el cielo era bueno y el infierno malo. Él permaneció callado, y siguió comiendo de lo que no le sobraba y gentilmente me había compartido.

¿Y qué voy a saber yo?, me la pasaba mañana tarde y noche encerrado en esa rectángulo dorado. Mi tono era alto, pero al menos ya no le grité. Habían pasado dos semanas, y comenzaba a sentirme en deuda con el hombre. De puro compromiso, le pregunté por su familia. No tengo, me respondió, y luego me ofreció otra porción de comida. Un golpe suave me acaricio el alma, y yo me dejé querer. Caí en brazos de un nuevo sentimiento, y acabé disfrutándolo más de lo permitido.

Dos años tardé en comprender, o mejor dicho, en aceptar la crueldad de papá. Mi proceso fue lento, pero al final sucedió. Era uno más en el pueblo, con la diferencia de que en mis venas corría la sangre del enemigo.

Una mañana descubrí que mamá había muerto de una rara enfermedad. Dijeron que Lionela perdió el gusto por la comida, y ya ni gracia le causaba el aroma de sus flores amarillas. El tiempo no era más un tema a discutir, pues ya no había con quien hacerlo. Sola se quedó en el cielo, y sin embargo, me atrevería a asegurar que varias en el infierno le envidian la suerte. Bien porque el hombre encuentra equilibrio perfecto en austera soledad, pero también por una especie de obediencia natural. ¿Cómo no envidiar al cielo? Tan solo de leerme me entran ganas de matar el cuento.

El momento más impactante que viví en el infierno, ocurrió un par de noches antes de que me enterase de la muerte de mamá. Probablemente, y un suspiro del sexto sentido lo confirma, aquello y el fallecimiento ocurrieron el mismo día.

La luna llevaba poco tiempo cuidándonos desde arriba, cuando el hombre sin vista se sacó la venda de los ojos y vi que me veía. Vi que no era ciego.

Un tumulto de emociones se acumularon en mi pecho. El único que logró esquivar los muros de mis adentros, fue Don resentimiento.

¿Qué clase de persona eres? Mi padre te dotó de buen ver para que los aproveches, y tú, por ir siempre montado en el papel de víctima, desaprovechas lo que muchos en cielo anhelan tener.

Juro no haber deseado tanto volver a casa como en aquella noche, pero el destino me tenía deparada una jugada.

-¿En verdad crees que me pierdo de mucho? No. No te desgastes en responder. Entiendo que eres hijo de Él, y como buen descendiente te resultará imposible aceptar que lo que uno lleva adentro es más importante que lo de afuera. Que lo que uno no ve va más limpio y puro que lo que otros observan.

Aquellas palabras del primer ciego falso me movieron las ideas. Entonces descubrí que entendía nada del mundo, que todo lo veía bajo expectativa de un cielo que resultó no ser tan bueno. A partir de ahí, formé parte del pueblo. Y como uno más vivi muchos años, donde aprendí a gozar el momento y la compañía por encima de la situación. Saboreé la comida sin preguntar de donde venía, e hice amigos al por mayor. Todo iba bien, hasta que Armenia llegó.

Me ahorraré los detalles para no acabar con lágrimas en los ojos, o bien, por temor a encontrarme con una realidad menos bella que la que recuerdo.

Acababa de cumplir cincuenta años de vida, cuando en tan pagano festejo me topé con su mirada. Era linda y arrogante. Me enamoré de ella en el instante. ¿Por qué?, ¿por lo segundo más que por lo primero? Sí. Pasa que yo preciso de su arrogancia para creerle, para verla y sentirla bella. Era hermosa. Me enamoré sin pensarlo ni desearlo.

Lo nuestro era uno de esos miedos peligrosos, en los que te sabes bajo riesgo y a pesar de todo anhelas el intento. Nos quedábamos sin respirar a voluntad propia, cuando la veía andar o la escuchaba sin ropa. Escuchaba sus piernas delgadas abrirse frente a mí, mientras su cintura extendía boleto hacia el deseo. Escuchaba sus pechos rebotando entre mis manos, y las risas de los dos bajo intensa oscuridad. Yo quería encender la lámpara vieja que reposaba en tan chillante mueble de madera, pero no me dejaba. Me limitaba el placer de perderme entre sus ojos bonitos, y yo me desquitaba perdiéndola entre mis brazos. Todo era bello, hasta que despertamos del sueño.

Hoy mi cuerpo pende de una cruz, y mi alma de sus recuerdos. Los recuerdos de aquella noche en que los asesinos de papá me contaron la verdad sobre Armenia, y no me quedó de otra más que estar de acuerdo con la ejecución. La ejecución de ella. Mí ejecución.

En nosotros estrenaron una nueva forma de ejecutar a los errados. No los juzgo. A final de cuentas, nadie falló como nosotros.

Acabamos colgados de una cruz, mientras el pueblo nos veía con una sonrisa de oreja a oreja, y las nubes se partían en dos. Un rayo en forma de z iluminó el cielo, y yo me aferré a las memorias de ese sitio abandonado que alguna vez llamamos fuerte. Entonces descubrí porqué me decían descendiente en tono reprochable, pues en verdad era igual a todos los de mi sangre; arrogante, vanidoso y egoísta. Un narcisista sin remedio, que no ponía ojo en sentimiento ajeno.

Merecemos esta muerte. Armenia por su tropiezo, y yo por mi herencia. Escribo esta pieza desde el cielo, donde reposo en una habitación muy distinta a la que imaginé. Pequeña y austera, con el chillido de una voz insoportable que noche a noche me recrimina el haber idolatrado a un dios errado, con todo y que el bueno fue quien lo hizo mi padre.

Adiós. A Dios…

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