DE LOS 12 A LOS 30

Mi nombre es Jesús. Formo parte de esa Santísima Trinidad de la que conoces menos de lo que piensas. ¿Aún no me ubicas? Quizás deba decirte el nombre de mi Padre, a quien le temes más de lo que le amas. Le dices Dios, pero se llama Yavé, y a Él le debes todos tus miedos e ilusiones, todas tus esperanzas y también tus frustraciones.

Seguro me has visto en infinitos cuadros de la casa de tu abuela o de tu madre. Probablemente me lleves cerca de tu pecho o en algún tatuaje. Voy en oro, plata o falso material. Estoy en todos tus actos, incluso en aquellos que se hacen a mi deshonra. Podrás creer en mí o no, pero hasta en el sexo me mencionas. O mencionas a Papá, y como somos la misma persona, acabas por llamarme.

Dejaste de saber de mí cuando de niño mamá me encontró predicando la palabra de Papá. Nos reencontramos dieciocho años después, en mi tercera década de vida, donde se me ocurrió convertir el agua en vino bajo consejo de mamá. Sin embargo, ¿qué leíste de esas lunas perdidas?

Fueron tantas las noches que Yavé lloró como más nunca lo ha hecho. Fueron tantas las tormentas que su hijo consentido le provoco, y no siento orgullo, pero tampoco lo lamento. Simplemente acepto el error, y afronto la culpa que me une por siempre a todos ustedes, pero de eso hablaremos luego.

La historia comenzó a borrarse cuando cumplí los trece. Mamá me despertó con el ímpetu de una madre enamorada, porque solo ellas entienden la cara real del amor. Esa que duele más de lo que se disfruta, pero que resulta imposible no sentirla. La deseas como más nada podrás desear, y nunca la habrás de desechar.

Soñaba con una especie rara de ser humano. Era una mujer como mamá, pero me provocaba cosas extrañas. No era igual a mi hermana que partió del mundo siendo muy chiquita, ni tampoco a las amigas del barrio. Ella era distinta.

Se llamaba María, y sin embargo, en sueños parecía no compartir nombre con la mujer que me dio la vida. Tenía una mirada encendida, y su cuerpo dejaba el mío en llamas. Entendí que lo mío no era ser carpintero, sino uno de esos sujetos que apagan fuegos mientras todos le aplauden y nadie les paga.

Confieso que sería muy malo en el oficio. Pasa que me encanta prenderme y perderme en ese calor que te asfixia, sí, pero también que te abraza. Nos abraza y nos deja en un lugar treinta veces mejor al que tenemos.

¡No te vayas, María!, grité al despertar, y a mamá le sorprendió que recibiese el día llamándola por su nombre. Evidentemente no le hablaba a ella, pero tenía otras preocupaciones en mente, así que no la corregí.

Corrí al baño, mientras mi pijama se estiraba de atrás hacia adelante. Miré mi rostro empapado en el sudor de la noche, y el pecho me brincaba como más nunca había ocurrido. Bajé mis pantalones, y comencé a frotar ese detalle que Papá obsequió solo a los nombres. No sabía lo que hacía, pero algo en mis adentros me invitaba a las caricias.

Imité lo que en sueños me hizo María, y algo entre el ombligo y el detalle me erizó la piel. De pronto me olvidé de la gente, y comencé a llenar el baño con neblina. Una tenue capa grisácea que se coordinaba con mi imaginación. Entonces volví a verla a Maria, y a ella le dediqué los últimos minutos del juego. Un liquido blanco salió de mi detalle, y comprendí que aquello había terminado.

Hice lo mismo en la primera noche de mis trece, y en la segunda, y en la tercera, y en la cuarta, y en todas las que el Creador me permitió. Sin embargo, la que nunca pareció perdonarme, fue la brindada bajo cobijo de la sexta luna. Esa en la que enseñé a mi padre a entregarse al placer que Dios le censuró. Por ser esposo de María; madre de Dios. Por ser padre adoptivo del mesías, que era yo.

Tenía quince años cuando volví a hacerlo enojar al Señor, a quien poco a poco me pesaba más llamarle Padre.

Era muy temprano, los animales obedecían su reloj biológico mientras los hombres se entregaban a la ilusión de un nuevo día que en nada cambiaría al anterior. Debía estar en el camino prometido, cuando dormía sin reproche. Dios me imaginaba predicando su palabra, pero yo ni siquiera la soñaba. Iba perdido en mis cosas. Secuestrado en todo lo que no importaba pero igual necesitaba.

Aquella noche, vi a Dios llorar. Nunca halle sitio para dejar la mirada. Me sentía nefasto. Tanto como me pasaba cada y que me masturbaba en las orillas del río, donde a menudo veía la cara enfurecida del Creador. Porque para eso no nos creó. Por eso se enojaba, por eso lloró.

Un año más tarde, en el nacimiento de mi hermano Thiago, Papá se volvió a molestar y entonces no hallé razón. Quizás le pesaron mucho las lágrimas de mamá, cuando, desesperada, vio como me acabé la comida antes de servirla a los invitados. Se le caía la cara de vergüenza a Maria, quien se quedó sin nada para agradecer a los vecinos por la visita morbosa en habidas de conocer al único hijo verdadero de José. El rostro de Dios permanecía apagado en mi cuenco con sopa, y yo absorbí la última gota del caldo con tal de borrarlo, pero seguía ahí. Siempre estará ahí.

Thiago creció, y en él descubrí una rara sensación. Le quería como Dios me lo prometió, pero también le repudiaba como alguna mujer blanca y de mirada encendida en algún sueño me lo advirtió.

El pecho se me partía en dos cuando lo veía correr a los brazos de mamá, quien lo quería como una madre normal, y no lo idolatraba como a una deidad. Me dolía saber que Thiago no le causaría tantas penas a María, que a él no habría de verlo morir en una cruz bajo condena de los malagradecidos más queridos.

Thiago murió en una fría noche de abril. Todos le obsequiaron las más anchas de sus lágrimas, y yo no pude más que emocionarme. No por la partida de mi hermano -que ya estaba en manos del Cielo prometido- sino por lo que descubrí el día de su adiós.

Los años siguientes, fueron una delicia. En parte porque Dios dejó de aparecerse en mis sueños, ríos y sopas, y en otra porque los frutos obtenidos gracias al don que Él me dio, eran cada día más grandes.

A los 21, ya era dueño de tres pueblos, y mi voluntad la hacía de ley. A los 24, todos me obedecían, y la humanidad agradecía la dicha de enriquecerme. El negocio era redondo, mas pronto llegaron los envidiosos. No tuve empacho en despacharlos y condenarlos al exilio, y sin embargo, todo cambió cuando Papá reapareció. Ésta vez no en sueños ni ríos ni sopas, sino en persona.

Yo tenía 30 años cuando el Creador se animó a mezclarse entre los suyos. Admito que mi sentir fue muy distinto al imaginado. No hubo emoción, sí lamento. No hubo esperanza, sí miedo. Miedo a que llegara y me quitara las monedas. Lamento porque, sabía, con Él en el mundo yo pasaría a segundo término, y, para ser franco, creía merecer más que eso.

Yavé llegó montado en un caballo moribundo. Nada parecido al corcel que los libros inventaron. En ropas rotas y oscuras, intentó componer lo que el hijo destruyó, pero ya no hubo remedio. Mi Padre lloró, y me sentí lo peor. No se confundan, que mi lamento no se debía a la culpa. Al menos no a la pensada. Me sentí lo peor, porque me alegraba verle así. ¿Y cómo no?, si aquello ayudaba a mis pretensiones, y el pueblo me dio la razón.

Todos se burlaron de mi Padre, y yo hice nada para defenderlo. Sus ojos se empaparon de una tristeza indescriptible, mientras en mi pecho algo raro sucedía. Tenía miedo. Miedo a lo que seguía.

Sabía que Yavé no dejaría las cosas así, y entonces hice memoria para ver en qué momento me perdí, o, mejor dicho, en que momento gané la peor de las condenas.

Me hallé lujurioso a los 13, cuando conocí e incité a Jose a probar la otra cara del placer carnal. Perezoso a los 15, al preferir dormir en lugar de predicar, pues desde entonces, nunca más volví a hacerlo. Me vi a los 16 años comiendo más de lo que necesitaba, y a los 20 envidiando y asesinando a mi único hermano. ¿Quién iba a pensar que el primer y único asesino no ocupó ensuciarse las manos? ¿Quién diría que el primer homicida fue el hijo de Dios?

Lo peor pasó de los 21 a los 30. Primero adorando monedas que valdrían nada en el paraíso prometido, y después soberbio al sentirme más que quien me dio la vida y a quien me debía como ser divino.

La rabia me consumió hasta las entrañas, y exploté en ira. Molesto con lo que había hecho, busqué el árbol más grande del pueblo, y me ahorqué. Mientras mi vida se apagaba, me vi en el rostro de Papá, y comprendí la gravedad de mis actos. Supe que iría al infierno, pero antes debía cumplir con mi condena en la Tierra, a lado de esos seres inferiores por los que pronto me crucificarían.

Dios hizo que el árbol desapareciera, y caí de golpe para nunca más levantarme. Bien pudieron cortarme las piernas, pues ya de nada servían. Entonces vi que la multitud se abalanzó contra lo que quedaba de mi persona, e imploré a mi Padre un último perdón. Era tarde. Nadie ordenaba en los Cielos, y ante tal ausencia la gente siempre obedece a los de abajo. A la mañana siguiente, algo extraño sucedió.

El sol me recibió con el peor de los abrazos, y yo entendí que ya no era más Hijo de Dios. Mi corazón lo gritó, y las carnes viejas y maltratadas lo confirmaron. Corrí en búsqueda de alguna respuesta, y me hallé vacío en cuerpo ajeno. La mirada iba triste, y los discípulos pensaban que era a causa de la pena que cargaba. Yo sabía la verdad.

No era tristeza, sino carencia de alma. Esa que Yavé depositó en un hombre viejo que la historia recordaría por darle vinagre al cuerpo moribundo de Jesús, sin saber que ese hombre condenado por los Cielos era el verdadero Hijo de Dios, y que al castigar a ese cuerpo hueco solo desquitaba un poco la rabia contra sí mismo, contra en lo que se había convertido.

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