El entorno familiar nos dio tranquilidad a mi hijo y a mí.
Por el camino, varios conocidos nos saludaron con sonrisas. Para ellos, yo seguía siendo la hija mimada de la Familia de Mendoza, no la prometida de Leandro.
El coche de mi hermano mayor ya estaba aparcado afuera. Dijo que nos llevaría directamente a la mansión principal, donde habían preparado una cena familiar.
Al oír "cena familiar", León se acurrucó nervioso contra mí. Acaricié su espalda y sabía qué lo asustaba.
En las cenas de los Toro, cada error suyo —incluso el más mínimo ruido al cortar carne— le valía reprimendas. Yo, mientras, debía servirles de pie hasta que terminaran, para luego comer en la cocina.
—Qué ridículo—, musité, admirando mi propia paciencia de siete años.
Al llegar, mi padre abrió la puerta del coche. Mi madre me abrazó con fuerza.
La cena familiar era todo lo opuesto sin protocolos, con risas alrededor de la mesa. Tanto León como yo llevábamos mucho tiempo sin experimentar ese calor familiar.