La cigüeña de París

Me levanté esa mañana con algo de malestar físico y mareos, debió haber sido la comida de anoche. Kentin había preparado tacos y había comido demasiados, últimamente tenía un hambre voraz. Entré al baño de nuestra habitación y encendí la luz; Kentin ya se había ido al ejército y había dejado el baño hecho un desastre, como siempre.

Suspiré resignada mientras recogía las toallas mojadas del piso, corría la cortina de la ducha, acomodaba el cepillo de dientes de mi esposo de nuevo en su sitio y guardaba los shampoo en sus lugares. Cuando me casé con un militar imaginaba que la casa iba a estar mucho más acomodada, a juzgar por como se había comportado mi esposo durante nuestra etapa de convivencia imaginaba que iba a ser así, pero no. Por donde pasaba Kentin dejaba a su espalda un rastro de destrucción y desmadre, y yo por atrás recogiendo todo lo que él dejaba regado.

Cuando el baño volvió a estar decente me concentré en acomodar mi rostro de nuevo a su lugar original. Me sentía terriblemente mal, así que tomé la decisión de faltar al trabajo. A mi jefe no iba a gustarle nada la idea… Arrastrando los pies me acerqué al inalámbrico y mientras me metía en la cama marcaba el teléfono de la oficina. Al quinto timbrazo me atendieron.

—Carrison & Asociados —anunció la voz de la secretaria del otro lado.

—Hola, Lidia. Soy Annie, ¿puedes avisarle a Samuel que hoy no iré? Me siento terriblemente enferma —dije sin miramientos, mi cama estaba mullida y cómoda.

—De acuerdo, se lo diré. Pero no estará contento, ya es la segunda vez que faltas en menos de cuatro meses —me advirtió Lidia, la secretaria.  Fruncí el ceño.

—La única vez que falté había perdido un hijo, por el amor de Dios. No falté porque sí —le recordé.

—Yo sólo te digo lo que puede llegar a pasar.

—Entiendo. Gracias —mascullé y colgué. Me tapé con las sábanas e intenté dormir de nuevo.

Me revolví incómoda en la cama, vagando por sueños borrosos, sentí una caricia en mi cabello y aunque intentaba abrir los ojos no podía, me pesaban cómo si fuesen hechos de metal.

—Hey, hermosa, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida —dijo una voz conocida para mí—. Me llamaron de tu trabajo, dijeron que no fuiste a trabajar y me afligí, ¿te duele algo? ¿Por qué no me llamaste?

Era Kentin, abrí los ojos. Me miraba con una sonrisa en su rostro se había sentado a mi lado y me tocaba la frente con su mano cubierta por su guante.

—Ven, ponte de pie. Quizás necesitas un poco de aire —dijo y me ayudó a levantarme, pero cuando estuve de pie le vomité en las botas del ejército—. ¡AAAAAGGGHHHHH!

¡Pe-Perdón! —murmuré mientras reprimía otra arcada.

—¡Muy bien, se acabó! ¡Nos vamos al médico en este instante! —dijo mientras se sacaba las botas y se ponía un par de zapatillas.

—Gnno, me siento... —empecé, pero ahí iba otro ataque.

—¡Una m****a te sientes bien! ¡Estás vomitando cómo en El Exorcista! —me retó mi marido. Me ayudó a ponerme algo de ropa encima, me levantó en brazos y bajamos por las escaleras—. Trata de no vomitarme encima.

No respondí pero sí asentí con la cabeza. Kentin me subió al Jeep y luego de cerrarme la puerta, rodeó el vehículo para tomar el volante.

—Qué raro que estés tan enferma, jamás te vi vomitar en estos años, ¿comiste algo en mal estado? —preguntó mi marido, yo negué con la cabeza—. Mejor no hables, trata de aguantar. En diez minutos estaremos en el hospital.

Yo me sentía morir. Estaba mareada y tenía muchas ganas de vomitar. Lo único que quería era ir a la cama a dormir todo el día hasta que se me pase este malestar.

Llegamos al hospital y mientras esperábamos a que nos atiendan, Kentin me tenía bien sujeta de la mano. Finalmente salió el doctor, vestido con su bata blanca y una lista en su mano.

—¿Sucrette? —preguntó, Kentin me ayudó a levantarme y entramos al consultorio.

—Buenos días, doctor —saludamos mi esposo y yo. El médico me indicó la camilla y Kentin tomó asiento en una de las sillas.

—¿Qué le anda ocurriendo, señorita? —preguntó.

—Señora —le corregí sonriendo—. Que estoy casada.

—Es usted muy joven, ¿cuántos años tiene? —preguntó.

—Acabo de cumplir los veintiséis —respondí.

—Vaya, no es normal ver matrimonios tan jóvenes hoy en día —continuó el doctor mientras me tomaba la presión arterial y la temperatura—. Y él es su marido, me imagino.

—Sí, así es —dijo Kentin, marcando terreno. Yo tuve que reprimir una risita.

—Su presión arterial es un poco baja, pero no padece fiebre —dijo el médico—. ¿Qué le duele?

—En realidad, estoy terriblemente mareada y tengo un poco inflamado el estómago, acabo de vomitar —le expliqué mientras me sentaba en la camilla.

—¿Comió algo en mal estado? —preguntó el médico.

—No, pero ayer sí comí muchos tacos —respondí—. Mi esposo no tiene nada, así que me parece que no son los tacos.

El doctor se quedó pensando con sus manos juntas sobre los labios, finalmente las bajó para hablar.

—¿Cuándo fue su último período menstrual? —preguntó. Yo lo miré sorprendida.

—El mes pasado —dije.

—¿Cuándo tiene fecha de sangrado?

Yo tomé mi celular. Allí anotaba todos los meses la fecha en la que me venía el período, calculé los días y me di cuenta....

—Me tuvo que haber venido hace cuatro semanas —susurré, Kentin me miró sorprendido con sus ojos verdes.

—Señora, hay unas altas posibilidades de que esté embarazada —anunció el doctor. Kentin lo paró en seco.

—Espere, doctor... Hace sólo dos años perdimos un hijo. No nos hemos cuidado en todo este tiempo y no ha quedado embarazada, ¿cómo puede estar embarazada ahora? —preguntó.

—Un aborto espontáneo no es algo poco común, de hecho sucede con más frecuencia de lo que cree. Muchos factores influyen: El historial médico, enfermedades crónicas, estrés, factores paternos...

—Bueno, mi esposa es hija única, su madre perdió muchos embarazos.

—Eso es un factor para tener en cuenta, pero no se alarmen; si ella está embarazada, que seguramente lo está, sólo hay que tener un poco más de cuidado e ir con frecuencia al obstetra. Le haré un examen de sangre para que estemos más seguros.

El doctor anotó unas cosas en su recetario mientras yo seguía en shock, ¿embarazada de nuevo? Por muchos intentos que Kentin y yo habíamos realizado luego de haber perdido al bebé no lo habíamos logrado, estábamos pensando en acudir a un clínica de fertilidad visto y considerando que los medios naturales no surtían efecto.

—Listo. Con esto le sacarán sangre en la guardia —dijo el doctor mientras nos tendía la receta. Kentin la tomó.

—¿Cuándo estarán listos los resultados? —preguntó.

—Si los esperan, en menos de una hora —respondió. Kentin agradeció y nos retiramos del consultorio, nos dirigimos a la guardia.

—¿Qué quieres hacer? ¿Quieres esperarlos? —preguntó. Yo asentí—. ¿Te sientes bien, amor?

—Tengo miedo... —murmuré.

—¿Miedo de...? —adivinó, yo asentí. Él me abrazó y me dio un beso en el cabello—. Tranquila, tendremos más cuidado esta vez. Si Dios nos da un nuevo hijo ten por seguro que todo irá bien.

Luego de que me extrajeran sangre, nos sentamos en la sala de espera. Kentin estaba mudo, sólo jugaba con su anillo de casado y de vez en cuando me daba alguno que otro beso. Finalmente nos llamaron para entregarnos los resultados. Kentin los tomó y se sentó de nuevo a mi lado para abrirlos.

Rompimos el sobre y plegamos el test.

Prueba HCG sub—beta en sangre (prueba de embarazo). Resultado: POSITIVO

Kentin y yo nos miramos, incrédulos de lo que nos estaba ocurriendo, teníamos una segunda oportunidad de tener un hijo.

—Vida... —susurró mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Bien, Annie. Vamos a ver cómo se encuentra este frijolito—dijo mi obstetra, el Dr. Veinovich era hombre encantador y de mediana edad. Kentin se sentó a mi lado mientras que yo levantaba mi sudadera por encima de esa pequeña montañita que tenía en mi estómago.

Colocó el líquido salino en mi vientre y luego tomó el ultrasonido. Las imágenes en dorado de la tecnología en 4D empezaron a inundar la pantalla, empezó a moverlo con cuidado, buscando a mi hijo hasta que lo encontró.

—Allí está —dijo y lo señaló, no era más grande que un renacuajo pero se lo veía perfectamente bien—. Sus manitos, sus piernitas, su cabeza, los ojitos, la boquita.

Kentin no lo soportó más y empezó a sollozar, yo le besé el cabello pero también estaba muy emocionada. Pensar que esa pequeña cosita que se movía en la pantalla estaba en realidad dentro mío.

—¿Quieren escuchar el corazón? —preguntó, yo asentí. El doctor activó el sonido y el latido del bebé inundó el consultorio, parecía que alguien estaba serruchando el piso, se escuchaba fuerte y armonioso—. Tiene un buen ritmo, este bebé será fuerte.

—Gracias, doctor —dijo Kentin mientras se secaba las lágrimas.

—Te quiero de regreso en un mes, Annie. Te haremos pruebas todos los meses, te recomiendo que hagas aqua gym para reducir los niveles de cortisol en la sangre y no tomes mucho café, trata de mantenerte relajada.

¿Qué iba a hacer yo sin café? Pero todo sea por este pequeño.

—Claro, lo haré —respondí.

Mi embarazo avanzaba de las mil maravillas, Kentin le hablaba todos los días a su bebé y aunque nos ofrecieron decirnos el sexo de nuestro hijo, preferimos ignorarlo para que sea sorpresa para todos.

—Hola, sapito con cola —le decía Kentin al bebé mientras estaba aferrado a mi estómago de embarazada. Si era así de baboso aun estando en la panza, no quería ni imaginarme cuando naciera—. ¿Qué hiciste hoy, bebé? Hoy papá tuvo un día muy duro en el ejército.

Colocó su cara en mi vientre y casi al instante mi hijo lo pateó desde dentro.

Kentin sacó su cara de mi panza y me miró sorprendido.

—Me pateó la cara... —dijo. Yo no sabía si reírme o qué, no podía ser tan tonto.

—Ay, amor. No sabe que estás ahí afuera. Es un acto reflejo —dije mientras me llevaba la mano a la zona del impacto—. Hoy se estuvo portando muy mal este bebé, no paró de patear y moverse en todo el día.

—Será un niño muy activo, entonces —dijo mi esposo con una sonrisa.

Y vaya que sí lo fue. Porque durante dos meses que pasaron desde ese día hasta que rompí bolsa y entré en labor de parto el bebé no paró de moverse. Kentin me acompañó dentro de la sala de partos y me aferraba con fuerza la mano mientras yo pujaba y resoplaba, tratando de no entrar en pánico y de ayudar a las enfermeras en todo lo que pudiera.

Mientras yo estaba a punto de partirle los dedos de la mano a mi esposo, los médicos movían aquí y allá.

—¡Ya veo la cabeza! —anunció el doctor. «Vamos, Annie. Lo más difícil ya casi está», me repetía mentalmente—. Un poco más, Annie. ¡Puja con ganas porque este es un bebé grande! Cuando cuente tres, puja. Uno... Dos... Tres... ¡Puja! ¡Muy bien, cariño! Ya casi sale la cabeza y luego todo es pan comido!

Seguí pujando hasta que casi me desmayo de la sensación cuando sentí que la cabeza salía, era dolor, placer y alivio al mismo tiempo.

—¡Ya salió la cabecita y déjame decirte que tienes un bebé guapísimo! —exclamó el doctor—. Ahora sólo faltan los hombritos y listo, el resto ya sale sólo.

Seguí pujando, sentía cómo mi bebé luchaba por salir hasta que finalmente...

—¡Ya salió! ¡Ya está aquí! ¡Y es un varón, Annie! —exclamó el doctor, yo suspiré aliviada mientras Kentin apoyaba su frente con la mía y dejaba caer sus lágrimas sobre el gorro que estaba en mi cabeza.

—Me acabas de hacer el hombre más feliz del mundo —susurró mientras me llenaba de besos el rostro—. Te amo, vida mía.

Colocaron a nuestro bebé sobre mi pecho y nuestras miradas se cruzaron por primera vez, abrió los ojitos y nos miró a los dos, arrugando su carita ante ese mundo extraño que tenía ante sus ojos.

—Hola, William —lo saludó Kentin en un susurro—. Bienvenido, hijo.

—¿Quedará William como nombre? —pregunté divertida.

—William Keiran O'Connor —respondio Kentin. Yo casi lloro con el segundo nombre, que combinación más extraña para nuestro primer hijo…—. Pero le diremos “Liam”.

—¿Quiere el padre cortar el cordón? —preguntó el doctor. Kentin dejó a su familia por un minuto y fue a terminar a separar a nuestro hijo de mi cuerpo. Ahora sí, Liam estaba sustentándose por sus propios medios.

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