La iglesia estaba preciosa aquel día, estaba adornada con miles de flores blancas y un largo velo a cada lado, del mismo tono, rodeando las banquetas donde los feligreses estaban sentados. Todos y cada uno de ellos estaban allí, todos eran conocidos y amigos, todos esperaban con ilusión aquel momento, el momento donde dos personas que se amaban se unieran en matrimonio.
Al final de la alfombra roja, frente al altar, una muchacha vestida de novia se encontraba, llevaba un vestido hermoso, de mandas cortas, pero no llevaba velo, era algo que solía odiar.
El sacerdote comenzaba a impacientarse, al igual que la novia y los invitados, hacía más de media hora que él novio debería de haber llegado, pero aún no estaba allí. Tan sólo esperaba que Jairo no me hubiese dejado plantada en el altar, porque sí, aquella novia que esperaba para casarse, era yo.
El murmullo de feligreses comenzó a crecer, y pronto se hizo constante, como una mosca que revolotea de un lugar a otro en busca de algo que comer.
Tan sólo unos pasos, unos tacones chocar contra el suelo retumbaban más allá de aquel zumbido. Bárbara, mi cuñada, la hermana de aquel que me había dejado plantada caminaba hacia mí, provocando que todos la mirasen con interés, yo la primera, aunque temía y al mismo tiempo sabía que era lo que quería decirme.
Dejé caer el ramo al suelo y caminé hacia ella, que estaba en medio de la iglesia, mientras la gente e incluso el sacerdote me seguía con la mirada. Llegué hasta ella y seguí caminando, como si no la hubiese visto, provocando que la gente comenzase a llamarme, incluso el sacerdote, incluso ella, mientras yo aceleraba la marcha, más y más, hasta que empecé a correr, agarrando mi vestido para no tropezar con una sola dirección en la mente: la playa, el lugar donde Jairo y yo nos habíamos conocido.
Jamás pensé que Jairo haría algo como aquello, ridiculizarme así delante de todos en el pueblo. Tan sólo agradecía que mi padre no hubiese estado presente, pues había tenido que hacer una entrega con el camión en Francia.
Al final tantas peleas con él sobre aquel tema, sobre su trabajo, sobre lo ocupado que estaba incluso en el día de la boda de su hija… nada de eso importaba ya, al final, había sido mejor que estuviese ocupado, pues no hubiese soportado su rostro de decepción al verme abandonar el altar sin esposo.
¿Cómo podía Jairo haberme hecho aquello? Si bien era cierto, que nuestra relación no pasaba por el mejor momento, la relación se había vuelto monótona y fría con el paso de los tiempos, y cuando él había propuesto casarse se enfrió aún más con todos los preparativos, llegando hasta un punto en el que había terminado de prepararla sin él, porque él aseguraba agobiarse con todo aquello.
Aún recordaba la conversación que habíamos tenido la tarde anterior, cuando discutimos sobre todo aquello, pero, sinceramente, pensé que tan sólo sería un enfado más, de tantos. Pero una vez más, me había equivocado…
Caminé hacia el mar, y dejé que mis pies tocasen el agua, descalza, pues había dejado los zapatos en la arena y admiré el horizonte con dificultad, pues tenía el rostro plagado de lágrimas. Solté el vestido y bajé las manos, sintiendo como este se empapaba y pesaba más de la cuenta, pero no me importaba, en aquel momento nada importaba.