Ocho

He caminado por horas rodeada de este vacío que no me permite vivir.

Amelia

Cuando ha pasado una hora desde mi patético drama en la cocina, salgo de la cama, me siento mucho mejor, ya no me duele la cabeza y la pesadez en el estómago ha desaparecido. Haber comido algo ligero, me sentó bastante bien. En el vestidor elijo algo sencillo, un pantalón de jean y una blusa de tirantes, solo quiero acompañar a mi papá mientras vela el cuerpo de mi madre. No es bueno que este solo toda la noche con su cuerpo.

Todavía no puedo creer que esté muerta. Sabía que su condición era delicada, que no le quedaba mucho tiempo de vida, pero irse así, tan rápido, sin haberme dicho como continuar viviendo sin ella. Aunque me volvía loca, era mi madre y era la mejor del mundo, a pesar de que su última orden me condena de por vida. La voy a extrañar cada día de mi vida.

Tomo una respiración profunda al tiempo que me limpio las lágrimas que empiezan a correr. Tengo que ser fuerte por mi padre.

Salgo de la habitación. El pasillo, iluminado por una triste luz, guarda silencio como si la casa entera pudiese entender que sus ocupantes están sufriendo. Silencio. No se escucha ni un solo ruido. Solo el eco susurrante de mis pasos rompe esta atmosfera fúnebre que envuelve las paredes de esta inmensa mansión. Al llegar a la habitación de mis padres, me detengo frente a la puerta cerrada un segundo antes de entrar, sin embargo, mi mano se detiene sobre la perilla al escuchar el murmullo ahogado dentro.

Contengo un jadeo y cierro los ojos elevando la cara hacia el cielo implorando.

Es mi papá. Está llorando mientras reza y le pide al cielo consuelo para continuar en esta vida. Le pide fuerzas para soportar la separación. Le implora a mi madre que no tarde mucho en venir por él. Mi corazón se constriñe y duele ante la inmensidad de su dolor. Mi pena no se compara ni en lo más mínimo con lo que él está viviendo en este momento.

Decido quedarme ahí, detrás de la puerta. No me apetece interrumpir lo sublime de sus oraciones y su rezo, aunque mi alma quiere ir a su lado para llorar los dos por lo que hemos perdido: una esposa y una madre. Él necesita este último momento a solas, necesita despedirse de la mujer que por tantos años amó con cada fibra de su ser. Ala que le entregó su vida, sus esperanzas y su fe.

Es inverosímil e irónico que mi madre, habiendo tenido todo este amor, haya decidido darme como ofrenda al calvario. Siempre me he sentido vacía y sola, a pesar del amor que siempre me han demostrado. No sé cómo explicar esa sensación de estar obligada a ser la mejor, a destacar y a siempre cuidar de mi imagen y de la de mi familia. Un error mío, significaría la vergüenza para el apellido. Una carga demasiada pesada que siempre he mantenido presente en cada una de mis acciones.

Me siento en el piso con la espalda apoyada a la puerta y cierro los ojos mientras pienso en toda vida anterior. Las caminatas por el jardín tomada de su mano, las noches en las que me leía algún cuento antes de dormir. Las veces que terminé cubierta de harina porque ella me hacía ayudarla en la cocina cuando preparaba pasteles, de chocolate con cubierta de chocolate y betún de chocolate, el favorito de papá. La primera vez que me habló de la importancia de la imagen, del poder que tiene el apellido Van Der Beek y de lo que significa siempre cumplir con los compromisos.

¡No puede ser! Desde que era una cría, ella me había estado preparando para esto. Claro, si me comprometieron apenas nací. En fin, ya no vale la pena discutir por ese tema, accedí a casarme y voy a cumplir con mi palabra. Pensar en esa maldita boda, hace que mi mente me lleve hasta el sonido de su voz. Ese timbre arrogante, fuerte y frío que me hizo sentir electricidad bajo la piel.

Sebastián Falcó posee una mirada tranquila, pero es obvio que no es serenidad lo que oculta bajo esa fachada de: soy dueño el mundo. Él, al igual que todos, juega a ser Dios, a ser quien tiene la última palabra, pero le voy a demostrar lo equivocado que puede ser tener esa actitud conmigo. No soy una indefensa princesa perdida en el bosque, yo soy la cazadora que asesina al lobo del bosque.

Sin darme cuenta me quedo dormida. En sueños su mirada me persigue, su sonrisa se posa sobre mí como un estandarte de victoria. Me seduce, me hipnotiza y me devora. Me siento atrapada en sus manos y no quiero escapar, ansío que toma cada parte de mí y lo haga suyo por toda la eternidad…

—¡Aahh! —El grito se escapa de mi garganta antes de que pueda darme cuenta a la vez que mi espalda pierde apoyo y ruedo hacia atrás hasta que mi cabeza da con el piso a los pies de mi padre que me mira con sorpresa en los ojos y por un pequeño momento percibo un atisbo de sonrisa y complicidad en su mirada.

—¡Lía! ¿Qué haces ahí? —inquiere conteniendo la risa que pugna por formarse en sus labios.

Muero por ver esa sonrisa.

—Me quedé dormida en la puerta —contesto obvia y le extiendo la mano para que me ayude a levantar.

Me quejo cuando todo el cuerpo me cruje de dolor. Dormir sentado en el piso no es lo más recomendable.

—Esta helada —comenta cuando ya estoy de pie y me abraza—, vamos a la cocina, tienes que tomarte un té caliente. —Asiento con la cabeza luego de que me besa la frente como cada día.

—Tú también te tomarás un té y vas a desayunar conmigo —advierto en plan mandón.

Esboza una sonrisa que se extiende hasta sus ojos y con eso tengo para que mi corazón se caliente. ¡Adoro a mi padre!

—Buenos días, señor, Amelia —saluda Dorothy con media sonrisa en los labios.

—Buenos días, nanny. —Le sonrío y le hago ojitos de que quiero algo delicioso para desayunar.

Sé que no debería de tener apetito, por todo lo que está pasando. Mi mamá sigue en su habitación, pero es que ayer no probé bocado, sino hasta la noche y hoy estoy más que famélica.

—Tengo avena, tu favorita y también unos cruasanes recién salidos del horno —anuncia y no sé por cuál de las dos decidirme.

La avena tiene frutos secos, leche vegetal, miel y sirope de arce, es muy deliciosa. Pero quien se niega a un cruasán calentito y fresquísimo.

—Yo quiero un cruasán con queso crema y una taza de té, Dorothy por favor —dice mi papá y a los cinco segundo tiene un plato delante de él.

—Y tú, Amelia, ¿ya sabes que es lo que vas a desayunar? —Niego con la cabeza.

Mi nana resopla.

—Bueno, ayer no te alimentaste nada bien y casi te nos enfermas —analiza—, será mejor que hoy comas suficiente, además el día que tienen por delante no es nada sencillo —agrega y coloca un tazón pequeño delante de mí con avena y un plato con un cruasán con queso crema al igual que mi padre, té y zumo de naranja. —Tiene razón, hoy llevan a mi madre a una capilla para que algunos de nuestros amigos vayan y se despidan, luego debemos ir al cementerio.

El timbre suena. Quizás las personas que vienen a preparar a mi madre.

Mi madre organizó todo para su funeral, no quería toda la pompa fúnebre que acompaña a los difuntos de las clases sociales. En cambio, decidió, hacer caridad a cambio de oraciones. Por lo general, estos actos suelen durar hasta tres días y se planifican durante una semana luego de la muerte de la persona, pero ella no quería prolongar el dolor de verla sin vida. Y tiene razón, cada minuto que pasa se hace más difícil aceptar que ya no está.

—Señor Van der Beek, señorita Amelia. —Ambos volteamos a ver a Edith cuando nos habla—. El señor Sebastián Falcó los espera en la sala —anuncia provocando que me atragante con el jugo.

Mi ritmo cardiaco se dispara al instante y un nudo se me forma en la boca del estómago, sin embargo, una sensación de molestia se empieza a formar en mi interior. Es un impertinente, venir a tratar un tema banal cuando en mi casa estamos pasando por una situación delicada. 

¡Es un completo animal sin modales!

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