Me ordenaron obedecer y me dejaron sin libertad.
Quitaron la fortuna de mis manos y me entregaron un universo sin brillo.
Amelia
Despierto con la cabeza palpitándome a mil. Abrir los ojos me causa una punzada tan fuerte, que siento como si se me clavasen miles de alfileres en todas las direcciones posibles. El mundo se mueve, gira a toda velocidad. Quiero que se detenga, pero no tengo el control. De pronto siento mi estómago sacudirse y el vómito subirme por la garganta, salgo corriendo de la cama, pero solo alcanzo a coger la papelera que está cerca.
Un sabor amargo y ácido me invade el paladar, y me produce nuevas arcadas. En cuestión de segundos el sudor me empapa la ropa y siento correrme los chorros por la frente. Creo que estoy muriendo y esta es la puerta al infierno. Me quedo tirada en el piso con la papelera entre mis manos, tengo la vista borrosa al igual que los recuerdos de la noche.
Respiro profundo. Inhalo y lleno mis pulmones de oxígeno. Siento la garganta seca e irritada. Abro los ojos dispuesta a ponerme de pie e ir al baño, no obstante, al hacerlo me doy cuenta de que no estoy en mi habitación y no sé en donde estoy o como llegué a este lugar.
—¿Acaso yo? —Me reviso la ropa, me palpo el cuerpo por todas partes, pero todo parece estar en orden. Trago saliva. Tengo la boca seca. Giro lentamente, sintiendo como mi cuerpo entero cruje ante la incertidumbre, sin embargo, al observar la cama, con solo la evidente huella que dejé al salir de ella, el alivio me embarga—. ¿Entonces como llegué aquí?
Recuerdo haber salido de casa y el club, las bebidas. Luego bailé con un desconocido, después de eso todo está en blanco. ¡Maldición! ¿Qué fue lo que hice? El dolor incesante en mi cabeza me atormenta, pero aun así, voy al baño, me enjugo la boca en el lavabo, acomodo lo mejor que puedo mi apariencia y salgo dispuesta a irme. Sin embargo, al llegar al ascensor me doy cuenta de que solo tiene una pantalla digital y necesito un código para poder salir.
Me froto las sienes con fuerza. El mareo, el dolor de cabeza y la sed que me quema la garganta no me dejan pensar con claridad. El teléfono, si eso.
—Hotel Lumina London, ¿en qué puedo servirle? —Maldición, uno de los hoteles más exclusivos de todo Londres.
—Eh... este… —balbuceo buscando en mi cabeza palabras coherente que me saquen de este lugar—. Me encuentro en una de sus habitaciones, necesito salir, pero el ascensor me pide un código —musito sintiendo que la cara me arde de vergüenza.
—Entiendo —dice profesional—, la comunicaré con mi superior —añade y antes de que pueda protestar transfiere la llamada.
—Señorita, le habla Arthur Wilson. Gerente de Lumina London —dice un hombre al otro lado del teléfono—, no tiene que decirme quién es usted, no es de mi incumbencia —continúa—, sin embargo, mi jefe, el señor Johnson, me indicó como ayudarla a salir con discreción de nuestro hotel. —¿Estuve con Archie Johnson? Necesito que la tierra se abra y me trague—. Señorita, ¿sigue ahí? —cuestiona al no recibir respuesta de mi parte.
—Perdón, si aquí estoy —respondo sin poder creer que me acosté con un hombre que aunque es conocido por todo el mundo, para mí es un completo extraño.
¿Cómo es que no pensé antes de venir a su hotel con él?
Vuelvo a prestar atención al hombre que me habla a través del teléfono. Me otorga acceso a una clave temporal para el ascensor y me recalca repetidas veces que solo me servirá para salir. Por lo que me i***a a estar segura de que no dejo nada de valor antes de utilizarlo. Abajo, en el subterráneo, estará esperando un taxi que me llevara a donde yo le indique. Esto parece una maldita película de espías.
En menos de veinticuatro horas mi vida se ha vuelto una total y completa fantasía. Cosas que siempre he creído que solo pasan en las películas o los libros, ahora resulta que yo las he vivido todas. Ahora veo que los clichés no son tan cliché, son reales y pueden suceder. Debería de escribir una historia y ponerle por título: Mi vida, Mis Clichés.
—De acuerdo —digo y cuelgo.
Voy al ascensor y marco el código de cuatro dígitos que me dio. El ascensor se activa y empieza a descender. Al llegar abajo, tal como dijo un taxi, me espera. Subo en silencio y el auto, parte. Al salir del edificio e incorporarnos al tráfico, el chofer me observa a través del espejo retrovisor con curiosidad.
—¿A dónde quiere que la lleve, señorita? —pregunta.
Lo primero es recuperar mi auto y mis cosas.
—Al London Whisper, por favor —contesto y de nuevo me quedo en silencio.
Tengo que volver a la mujer segura de sí misma, a la que siempre mantiene el control de todo y no le suceden estas cosas. Ahora mismo estoy que me muero de vergüenza, me acosté con un hombre que me sacó de su hotel a escondida y estoy segura de que del mismo modo entramos. Ni siquiera me dio la cara. Aunque supongo que eso fue lo mejor, hoy conoceré a mi futuro esposo y no puedo, a pesar de que es lo que más deseo, arruinarle esto a mi madre.
Después de todo soy una Van Der Beek. Nuestra palabra fue empeñada en este compromiso y debo asumirlo. Esta noche pondré las cartas sobre la mesa.
—Señorita, hemos llegado —informa el taxista sacándome de mis pensamientos.
—¿Puede esperar? Mi bolso está dentro de mi auto…
—El servicio fue cancelado, no se preocupe —dice y me i***a a bajar del vehículo.
Cuando lo hago se macha sin decir nada más. Sacudo la cabeza y saco todo lo que sucedió la noche anterior y me concentro en recuperar mi autocontrol. Entro al recinto nocturno y hablo con uno de los empleados para que me entreguen la llave de mi auto. El encargado manda por el vehículo y me acompaña al frente, el chico baja y sostiene la puerta para mí.
—Gracias —digo antes de pisar el acelerador y desaparecer.
Antes de llegar a casa, me detengo a un costado de la carretera. Tomo mi bolso del asiento de atrás y saco el maquillaje que siempre llevo conmigo. Me limpio la cara con una toallita húmeda y procedo a aplicarme la base, el corrector… luego de cinco minutos, luzco natural aunque maquillada.
Entro a casa con la elegancia que me caracteriza dejando atrás, muy atrás la misteriosa y descontrola noche que tuve. Necesito subir a mi habitación y darme una larga ducha para luego prepararme para mi cena de esta noche, son las cuatro de la tarde, por lo que tengo tiempo para terminar de aceptar que no tengo opción.
—Amelia. —La voz de mi padre me detiene al pasar por delante de su habitación. Pero no es solo su llamado lo que hace que mis pasos se congelen, sino la agonía dolorosa con la que pronuncia mi nombre.
—Mamá —musito al abrir la puerta.
El tiempo se detiene.
Mi papá se pone de pie y se aparta de su lado, como una invitación a que yo ocupe el lugar que él acaba de dejar vacío. La tristeza tiñe su rostro de dolor, de amargura, provocando que mi corazón se contraiga con fuerza. Lo hago. Me siento al borde de la cama y entrelazo mis manos con la de mi madre.
Los segundos duelen a medida que pasan.
—Mi hora llegó, Amelia —dice. Me quedo sin aire, las palabras se desvanecen en mis labios al tiempo que mi mirada se torna borrosa y los ojos me empiezan a arder.
Todo se nubla.
—No —gimo sintiendo que el equilibrio en nuestro mundo se desmorona.
Mi papá sale de la habitación con desesperada angustia y lo entiendo. Yo misma quiero correr, gritar, maldecir. Mi mamá siempre ha sido estricta, pero jamás me negó su amor.