El amanecer rompió la quietud de la cabaña con una luz suave que se filtraba a través de las grandes ventanas. Me desperté sintiéndome descansada y curiosamente en paz, algo que no había experimentado en mucho tiempo. La vista desde mi habitación era simplemente espectacular, con el lago reflejando los primeros rayos del sol y el bosque que comenzaba a despertar con el canto de los pájaros.
Después de una ducha rápida, bajé al salón principal, donde Simon ya estaba despierto y preparando el desayuno. La imagen era casi doméstica: él en la cocina, con una expresión concentrada mientras batía huevos en un bol.
—Buenos días, Alice —dijo sin levantar la vista—. Espero que hayas dormido bien.
—Sí, gracias. Dormí de maravilla —respondí, acercándome a la cocina—. ¿Te ayudo en algo?
—No hace falta. Ya está casi listo —respondió, ofreciéndome una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
A pesar de su amabilidad, había algo en Simon que siempre me resultaba difícil de descifrar. Su cortesía era impecab