DEL DECÁLOGO IMPRESCINDIBLE PARA LA CANDIDEZ (4)

Pasaron varias semanas sin saber de tía Amanda o Adal. Me sentía tan culpable que la pena y la desolación me hicieron sentir súbitamente enferma. Pero nadie lo entendía, pues ningún síntoma físico se evidenciaba. Lo que no sabían era que estaba enferma del alma, desesperada, cada día más avergonzada de mi terrible posición. A veces Emiliana me visitaba a mi habitación, donde yacía lívida y temblorosa, y me obligaba a asomarme a la puerta buscando los rayos del sol. Recuerdo que en cierta ocasión, intentando pasar por discreta –porque por alguna razón llegué a sospechar que ella entendía mi dolor–, me dijo las siguientes palabras: “Hubo un propósito en la muerte de Jesús. Las autoridades de Jerusalén tuvieron sus propósitos basados en malas intenciones, y Dios también tuvo las suyas basadas en la just

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