—¿Puedes fingir ser su madre y quererla?
Su agarre era firme y delicado, y mi corazón latía con fuerza ante la sinceridad de sus palabras, que parecían súplicas desesperadas.
—No debes pedirme nada, Izan. Seré su amiga y su madre si ella me lo permite —lo miré durante unos segundos, y mis ojos se llenaron de lágrimas—, se parece mucho a ti...
Izan pasó sus dedos por el cabello de la pequeña, con una ternura infinita, y luego regresó su mirada ardiente hacia mí.
—Ven aquí.
—No, no. Descansen, mañana hablaremos.
—No, Alana. Creo que mereces saber algunas cosas —dijo con voz firme mientras se levantaba, colocaba a la niña en el medio de la cama y buscaba su camisa. Se la puso sin abotonarla, y mi mirada me traicionó, quedándose en su torso desnudo.
Él sonrió con una mezcla de diversión y tristeza, y me tomó de la mano, llevándome fuera de la habitación. Caminamos por el pasillo de la hermosa posada, y cada vez me sorprendía más el derroche de plata que ostentaba Izan. Ni mi padre ni el s